Opinión

El agua no se destierra: se cuida y se cultiva

Presa Solís

El proyecto del acueducto de más de 200 kilómetros, que pretende llevar agua desde la Presa Solís, ubicada en Acámbaro, Guanajuato, hasta León, en el mismo estado, ha sido presentado como la “gran respuesta técnica” a la crisis hídrica del Bajío. Pero en realidad representa una apuesta que insiste en una vieja fórmula: mover agua de un lugar a otro sin detenerse a pensar en lo que la produce, en las condiciones del suelo, la vegetación, los ecosistemas y los procesos naturales que permiten que exista. Es, en el fondo, la repetición de un error histórico: creer que el problema del agua se resuelve con ingeniería y no con ecología, y más aún, como lo propuso en su momento Félix Guatari, con Ecosofía, es decir, una sabiduría sobre el agua.

La crisis ambiental que atraviesa Guanajuato debería bastar para entender que ya no hay margen para seguir degradando el territorio. Solo en 2024, según datos del portal PopLab, más de 10 mil hectáreas de suelo y vegetación fueron arrasadas por incendios forestales. A ello se suma la pérdida de cobertura vegetal en buena parte del estado, especialmente en zonas donde antes existían bosques de encino, que ahora han sido sustituidos por pastizales degradados o tierras erosionadas. De acuerdo con la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (CONABIO), cada hectárea de bosque perdida reduce la capacidad natural de captura y filtración del agua, acelera la desertificación y agrava los ciclos de sequía e inundación. Es decir: sin árboles, no hay agua. Sin suelo vivo, no hay recarga. Sin biodiversidad, no hay futuro.

El libro Agua en el Bajío guanajuatense, elaborado por investigadores de la Universidad de Guanajuato, advierte que el balance hídrico en la región está roto. Los acuíferos se encuentran en franco abatimiento, la extracción supera con creces la recarga natural y los suelos pierden cada año su capacidad de retener humedad. Esa combinación está convirtiendo a la cuenca en una gran superficie estéril donde el agua corre, pero ya no se infiltra. Bajo esas condiciones, construir un acueducto sería como instalar una cañería en un desierto: un paliativo costoso que no ataca las causas profundas del problema.

La verdadera urgencia está en regenerar los ecosistemas. Antes que hablar de tubos y estaciones de bombeo, deberíamos hablar de raíces, de humedales, de semillas. Guanajuato necesita una inversión ambiental que no sea marginal ni cosmética, sino estructural. Reforestar con especies nativas, recuperar los corredores biológicos, detener la erosión, restaurar las zonas incendiadas y construir nuevos humedales que funcionen como esponjas naturales son acciones mucho más efectivas y duraderas que un megaproyecto hidráulico orientado solo al traslado del recurso. Cada peso destinado a tuberías que ignoren la degradación del suelo es un peso invertido contra el propio futuro del agua.

La evidencia es contundente. Los diagnósticos de la CONAFOR revelan que amplias zonas del territorio guanajuatense están en riesgo muy alto de erosión, lo que implica pérdida acelerada de suelos fértiles, desertización y disminución en la capacidad de absorción del agua. En esas condiciones, la propuesta del acueducto ignora que sin suelo que infiltre y sin vegetación que retenga, cualquier fuente de agua se agota rápidamente.

La estrategia hídrica del estado debería dar un giro radical: pasar de la extracción y el destierro, a la regeneración. No se trata de oponerse a las obras de infraestructura, sino de exigir que estén subordinadas a una política ecológica ambiciosa, integral y sostenible. Si el acueducto llegara a construirse, debería ir precedido de un programa de restauración ecológica de gran escala: reforestación masiva con especies endémicas, rescate de humedales estratégicos como la Laguna de Yuriria, y un sistema de manejo del suelo que proteja las cuencas altas de donde proviene el agua.

La CONABIO ha insistido en que la protección de la biodiversidad no es un lujo, sino una condición de seguridad nacional. Cada ecosistema degradado es una pérdida doble: ambiental y económica. La restauración de humedales, por ejemplo, tiene un costo mucho menor que la construcción de un acueducto de cientos de kilómetros, y sus beneficios son múltiples: mejora la calidad del agua, recarga acuíferos, mitiga inundaciones y crea hábitats para especies amenazadas. En cambio, las obras hidráulicas sin planeación ambiental incrementarán el deterioro de los territorios que las rodean, trasladando el problema a otro punto del mapa.

León y su zona metropolitana enfrentan una crisis profunda de agua, pero su solución no está en la presa Solís. Está en el suelo que ya se perdió, en los bosques que se incendiaron y los históricamente devastados, en los arroyos que se secaron y en los humedales que se desecaron, algunos incluso deliberadamente. Está en entender que el agua no se destierra; se cosecha y se cultiva: con árboles, con suelos vivos, con biodiversidad protegida. Y solo cuando esos cimientos estén regenerados, cualquier acueducto -si aún hiciera falta- podría tener sentido.}

De lo contrario, el acueducto de Solís a León se convertirá en otro símbolo de todo lo que hemos hecho mal: intentar resolver la escasez destruyendo las condiciones que hacen posible el agua. En vez de construir otra tubería, el gobierno estatal y federal deberían anunciar una inversión equivalente para reforestar, crear humedales, recuperar suelos y revertir la desertización. Esa sería la verdadera obra de infraestructura: la que no se ve desde el aire, pero sostiene toda la vida desde abajo.

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