
Las escenas recientes en Río de Janeiro, con despliegues masivos, sobrevuelos y vehículos blindados, reabren una discusión de fondo: cuando las intervenciones de alto impacto ocupan el primer plano, lo que permanece en segundo es la ecuación social que hace posible la reproducción de la violencia. En ese trasfondo opera el Comando Vermelho, una organización que no emergió de la nada: nació en las prisiones en los años setenta como mecanismo de protección entre internos y devino, con el tiempo, en una red criminal descentralizada capaz de combinar economía ilegal y circuitos legales, control territorial y administración cotidiana de servicios en barrios donde el Estado llega tarde.
El dato estructural puede resultar incómodo, pues mientras las cárceles funcionen como nodos de reclutamiento y cohesión, cualquier ofensiva tendrá límites. La expansión del Comando Vermelho no se explica solo por su flexibilidad organizativa, sino por un entorno que facilita la continuidad del negocio: desigualdad persistente, mercados ilícitos transnacionales, corrupción que engrasa trayectorias y un sistema penitenciario que no reinserta. El resultado es una organización sin “gran capo” que abatir, sino múltiples mandos locales con autonomía relativa y alta capacidad de reemplazo.
Las respuestas centradas en la fuerza han mostrado eficacia táctica acotada. En ciertos periodos, particularmente bajo un enfoque de seguridad promovido por gobiernos de corte conservador, se priorizó el choque frontal y el control del territorio mediante operativos de gran escala. Esto es comprensible ante escenarios de riesgo inmediato; sin embargo, no transforma las condiciones que alimentan al crimen. Allí donde la provisión estatal de derechos es débil, los grupos criminales ocupan funciones: arbitran conflictos, intermedian acceso a bienes, establecen reglas. Cuando una aplicación de transporte promovida por actores ilegales se anuncia como “la única que entra a la favela”, no estamos solo ante una forma de extorsión, sino frente a un vacío institucional.
Una mirada crítica no romantiza la ilegalidad ni reduce el problema a su faz policial. Exige volver a lo esencial: seguridad con justicia social. Esto implica tres principios de actuación. Primero, presencia estatal integral y sostenida: escuela, cuidado, salud, empleo digno e infraestructura barrial que sustituyan la oferta “paraestatal” del crimen. Segundo, justicia que funcione: investigación patrimonial y financiera capaz de quebrar ganancias, debidos procesos que garantice la actuación legal del Estado y política penitenciaria orientada a la reinserción real. Tercero, cooperación regional para cortar flujos de armas y dinero que atraviesan fronteras y neutralizan cualquier respuesta local aislada.
El caso brasileño deja una lección útil para toda América Latina: los éxitos medidos en decomisos, detenciones o incursiones no se sostienen si el terreno social sigue igual. La reducción de la violencia requiere disputar la base material y simbólica del crimen con instituciones íntegras y un Estado social fuerte. La izquierda, cuando es seria, no evade la coerción legítima del Estado, pero la subordina a un proyecto de igualdad que cierra las canteras del reclutamiento. Si el barrio obtiene derechos, el poder criminal pierde sentido; si la cárcel deja de ser escuela del delito, se rompen los ciclos de reemplazo. Por ello, uno de los ejes de la política de la 4T ha sido “Atender las causas”.
El Comando Vermelho no es la causa primera, sino el espejo de una desigualdad que habilita organizaciones adaptativas. Mientras esa desigualdad permanezca, toda victoria exclusivamente policial será provisional. Recordemos los estragos de la llamada Guerra contra el Narco. La paz, cuando llega, no lo hace por acumulación de operativos, sino por acumulación de derechos. Esa es la diferencia entre administrar el conflicto y transformar la realidad.
