Opinión

Festival Internacional Cervantino 2025 (primera parte)

ópera Una escena de la ópera Elektra.

Asistí a la edición 53 del Festival Internacional Cervantino en Guanajuato. Siendo el Reino Unido el país invitado de honor, tuve el gusto de impartir tres conferencias dentro de la Cátedra Cervantina sobre los vínculos históricos y literarios entre México y la Gran Bretaña. Pude a su vez confirmar la vigencia y el dinamismo del que sigue siendo el festival artístico de mayor envergadura en América Latina. En esta y la próxima entrega comentaré dos propuestas relevantes de su programación.

Elektra: el resplandor y las sombras de la tragedia

Elektra (1909) de Richard Strauss, la ópera presentada este octubre en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y posteriormente en el marco del Festival Internacional Cervantino, fue de las propuestas más esperadas del festival. La dirección escénica a cargo de Mauricio García Lozano prometía una lectura contemporánea de la tragedia griega en la versión de Strauss, agregando a la violencia y el delirio sordo de la pieza original, la sensibilidad visual y escénica del presente.

García Lozano confirmó lo que se esperaba: una puesta en escena sólida, coherente, de trazo firme, más reflexiva que visceral, sostenida en la contención antes que en el arrebato. Esa frialdad para encarar la obra pudo tal vez restar algo del vértigo emocional que la propuesta original reclama, pero ofreció a cambio una lectura visualmente poderosa, cargada de signos y correspondencias simbólicas.

Al evitar el exceso fácil con el que se puede contar la historia de una tragedia que implica muertes, traiciones y venganzas, este montaje optó por la sutileza que enlaza ritmo y geometría en las voces, en los cuerpos y en el espacio que ocupan, desplazando de esta forma la naturaleza brutal de la trama que Sófocles concibió dos mil 500 años atrás, y llevando la tragedia de sonoridades agrestes -en la versión severa de Strauss- al campo lírico de una teatralidad menos afectada y más frugal. Una aproximación alternativa al mito clásico, de suyo sanguinolento.

Recordemos la trama: Electra y su hermano Orestes acuerdan asesinar a la madre -Clitemnestra- y a su amante -Egisto, usurpador del trono- en venganza por el asesinato del padre -el rey Agamenón-, tras su regreso de la guerra de Troya. Una línea argumental que ha alimentado la exploración psicología de los seres humanos desde el diván de Sigmund Freud.

El trabajo de Jorge Ballina en la escenografía le hizo eco a esta reinterpretación al proponer una solución más geométrica que arquitectónica: una estructura austera de líneas rectas y severas, a contracorriente del imaginario palaciego, que a su vez abrió el espacio a las posibilidades dramáticas de la iluminación, a cargo de Ingrid SAC, y haciendo de ambas -la escenografía y la iluminación- la extensión territorial de la partitura del compositor alemán. Un juego de tetris paralizado, como sacado de Minecraft, atrevido pero eficiente.

Me detengo en la iluminación, porque me parece que el trabajo de Ingrid SAC acentuó esa sensación de tragedia contenida. Su diseño lumínico contribuyó a la tensión de la trama sin estridencias lumínicas, e hizo visible lo que la música de Strauss insinúa, acentúa o vocifera. Las sombras, las diagonales de luz y el juego de contraluces sobre los cuerpos dieron a la obra un aire expresionista, pero constreñido a los momentos climáticos.

El vestuario diseñado por Jerildy Bosch acompañó con inteligencia esta propuesta visual. Evitó la redundancia -la indumentaria helénica de la túnica, las sandalias y la guirnalda de olivo- y apostó por un lenguaje atemporal, de líneas puras y telas ásperas, con un cromatismo dominado por grises, ocres y marrones, en contraste con algunos rojos encendidos. En esa paleta sombría, cada personaje encuentra su tono interior: la grisura adolorida de Elektra, la insolencia escarlata de Clitemnestra, los blancos marchitos de Crisótemis, de resignada pureza. Bosch logra una elegancia contenida que no distrae, pero que refuerza la carga simbólica del montaje. En un vestuario que parecería tallado en piedra, las figuras parecen emerger de una tragedia arcaica y a la vez de un sueño moderno. Bosch entiende que el vestuario, más que un ornamento, es una extensión dramática del cuerpo.

Hubo, no obstante, elementos que no alcanzaron el mismo nivel de virtud. La propuesta coreográfica, aunque funcional, resultó algo rígida, con movimientos previsibles, acartonados, que poco diversificaron con movimientos, la tensión dramática. En una pieza operística donde cada desplazamiento tiene un peso psicológico, esa falta de fluidez restó dinamismo y profundidad emocional al resto del montaje.

Otro punto débil, al menos en el caso de las funciones en el Teatro Juárez de Guanajuato, fue la aparición de los coros. Ubicados en los palcos laterales -imagino que por razones de espacio- perdieron cohesión, coordinación y potencia sonora. La dispersión afectó su presencia y, en algunos momentos, la falta de sincronía resultó evidente. En una partitura que demanda que los coros sean una suerte de murmullo colectivo del destino, su colocación les restó contundencia escénica y efectividad sonora en los momentos climáticos de la obra.

También se echó en falta un mínimo de claridad narrativa en los subtítulos electrónicos. La omisión de los nombres de los personajes que aparecen en escena no le ayudó a un espectador no siempre familiarizado con las tribulaciones del linaje aciago de los Atridas. Un simple ajuste en la traducción de la pantalla electrónica, añadiendo el nombre del personaje en acción, hubiera bastado para otorgarle mayor legibilidad a la historia.

Aun con esas mínimas reservas, Elektra en la versión de la Compañía Nacional de Ópera del INBA, bajo la dirección artística de Marcelo Lombardero, se sostuvo como un espectáculo de alto nivel, que confirma el buen momento artístico de nuestra compañía.

Lombardero y García Lozano hicieron la lectura de Strauss desde una óptica contemporánea: menos deslumbramiento, más densidad moral; evitaron la tentación del manierismo radical y buscaron, en cambio, el peso de una puesta no tan alejada de la ortodoxia y del canon tradicional. Cada elemento —la arquitectura, el vestuario, la luz— parecía obedecer a una geometría trágica donde el destino se manifestó sin necesidad de acudir a la moda multimedial y al desplante vanguardista.

El trabajo de los intérpretes se benefició de esta claridad conceptual. La protagonista Elektra, interpretada con solvencia y un control vocal admirable por Diana Lamar (en la función del 24 de octubre) fue más la de una mujer en trance, que la escenificación vociferante de una furia desbordada. Su dolor no era histérico, sino proverbial, a la altura del enorme desafío vocal que exige la obra cantada en alemán. Clitemnestra (Rosa Muñoz) apareció como una sombra quebrada, atrapada entre el poder y la culpa, y su desempeño no desmereció en modo alguno, lo mismo que el de María Fernanda Castillo en el papel de Crisótemis, encarnado por una joven de una voz límpida y poderosa. Las tres, me parece, dejaron muy atrás al resto del elenco.

El director concertador de origen albanés, Stefan Lano, condujo a la Orquesta del Palacio con un equilibrio admirable, de una intensidad controlada. Haciendo que la monumental partitura de Strauss respirara con coherencia a pesar de la aridez sin concesiones líricas de su factura original. Su conducción mantuvo la tensión sin caer en la estridencia, logrando que la masa orquestal acompañara, sin asfixiar, a las voces. Esa contención permitió apreciar la sutileza de los metales, la precisión de las maderas y el diálogo tenso entre cuerdas y percusiones, revelando la arquitectura sonora de Strauss como un mecanismo de sonoridades complejas.

Las escenas finales, resueltas con un dramatismo casi pictórico, devolvieron a la ópera su sentido original: un ritual mitológico. En esas imágenes, de una belleza sombría y controlada, el montaje alcanzó su plenitud, demostrando que la lectura contemporánea puede convivir sin traicionar el poder mitológico de la tragedia, hasta producir una experiencia sensorial. La tragedia griega, esa vieja maquinaria de la fatalidad, sigue siendo capaz de estremecer al público del siglo XXI.

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