Opinión

La Suprema Corte y la erosión del principio de cosa juzgada

Sesión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
Sesión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación Sesión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (Cuartoscuro/Suprema Corte de Justicia de la Nación)

En una decisión que ha causado profunda preocupación en el ámbito jurídico mexicano, la Suprema Corte de Justicia de la Nación aprobó la posibilidad de revisar juicios cuyas sentencias han causado estado. Este hecho, que a primera vista podría parecer un avance hacia la “justicia sustantiva”, representa en realidad un grave retroceso en la estabilidad del orden jurídico. Más allá de sus consecuencias inmediatas, implica una fractura de los principios más elementales del derecho, tanto en su dimensión constitucional como en su estructura filosófico-jurídica.

El principio de cosa juzgada (res judicata) es uno de los pilares sobre los cuales descansa cualquier sistema jurídico que aspire a la certeza y a la seguridad jurídica. Significa que una vez que una sentencia ha adquirido firmeza -es decir, cuando ha agotado todas las instancias y recursos posibles- esa resolución se convierte en inmutable. Nadie puede volver a discutirla o modificarla, salvo por los mecanismos excepcionales y previamente establecidos en la ley (como el reconocimiento de inocencia en materia penal o el juicio de amparo por violaciones procesales graves).

Este principio, recogido implícitamente en el artículo 14 de la Constitución mexicana, que prohíbe leyes o juicios retroactivos en perjuicio de persona alguna, garantiza que los conflictos lleguen a un punto final. Sin esta noción de finitud, el derecho se convierte en un proceso perpetuo, en un laberinto del que ninguna persona puede salir con certeza sobre el resultado de su juicio.

La decisión de la Suprema Corte de permitir la revisión de sentencias firmes rompe esa estructura. Si una persona, una empresa o una autoridad puede ver modificada una resolución después de haber ganado o perdido en última instancia, ¿qué sentido tiene hablar de “última instancia”? ¿Cómo puede alguien planificar su vida jurídica, económica o familiar si las decisiones definitivas pueden ser reabiertas en cualquier momento bajo el pretexto de un nuevo criterio o interpretación?

Piénsese en un ejemplo sencillo: una persona es condenada o absuelta por un delito, y tras años de litigio, el caso llega a la Suprema Corte, que dicta sentencia firme. Si, años después, otro tribunal decide que el asunto merece revisarse porque cambió el “criterio” jurídico, esa persona puede volver a ser juzgada. ¿No es esto una violación flagrante del principio non bis in idem, que prohíbe juzgar dos veces por los mismos hechos?

El argumento de la Corte podría es que esta facultad se aplicará “sólo en casos excepcionales” o cuando exista una violación grave a derechos humanos. Sin embargo, el problema es que la decisión no establece criterios claros ni taxativos para determinar cuándo se actualizan esos supuestos.

En lugar de aplicar criterios objetivos y estables, la Corte se reserva a partir de ahora un poder potencialmente ilimitado para intervenir en sentencias ya firmes. Esto no fortalece la justicia, sino que la convierte en un instrumento de incertidumbre. Si las resoluciones que han causado estado pueden ser revisadas, la noción de “última instancia” se desvanece. El derecho deja de ser un sistema previsible y se convierte en una especie de ruleta institucional. Esto no solo afecta a los litigantes, sino al conjunto de la sociedad. El Estado Social y Democrático de Derecho, consagrado en el artículo 1° constitucional, se sustenta en la seguridad jurídica y en la confianza ciudadana en las instituciones.

La decisión de la Suprema Corte carece, además, de una fundamentación constitucional sólida. Ningún precepto de la Constitución mexicana otorga al Poder Judicial la facultad de reabrir juicios concluidos fuera de los mecanismos expresamente previstos. La Corte tiene, conforme al artículo 94, la función de ser tribunal de control constitucional y de última instancia, no de tribunal de revisión permanente.

El principio de legalidad exige que toda autoridad funde y motive sus actos (artículo 16 constitucional). Fundar significa apoyarse en una norma que confiera la facultad específica; motivar, explicar las razones de su aplicación. ¿Cuál sería, entonces, la norma que permita revisar lo que ya ha sido juzgado definitivamente? Si no existe, el acto es inconstitucional. Si se pretende justificar bajo la noción de “justicia material”, se incurre en un peligroso subjetivismo que erosiona el principio de legalidad.

La Corte, que debiera ser el último baluarte del derecho, corre el riesgo de transformarse en un órgano generador permanente de inseguridad. Con este tipo de decisiones, no solo se debilita la confianza en la justicia, sino que se amenaza el equilibrio de poderes y la previsibilidad del sistema jurídico.

Revisar sentencias firmes podría parecer, en ciertos casos, un acto de justicia -por ejemplo, ante la aparición de pruebas irrefutables de inocencia-. Pero el derecho no puede sostenerse sobre excepciones arbitrarias. La justicia, en un Estado constitucional, no consiste en corregir a voluntad, sino en establecer reglas claras, generales y previsibles. Al fracturar la cosa juzgada, la Suprema Corte abre una puerta peligrosa: la del relativismo jurídico. Y un sistema donde nada es definitivo, donde toda sentencia puede ser revisada, no es un sistema de derecho, sino de poder arbitrario y discrecional.

En definitiva, esta decisión no representa un avance en la protección de derechos humanos, sino un retroceso que pone en riesgo los fundamentos del Estado Social de Derecho, la seguridad jurídica y la confianza ciudadana en las instituciones. El derecho pierde su fuerza cuando las sentencias pierden su carácter definitivo; y una justicia que nunca concluye, es, en el fondo, una justicia que nunca llega.

Investigador del PUED-UNAM

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