Opinión

La ruptura

Ruptura

La ruptura amorosa es una de las pocas experiencias que revelan, con brutal claridad, la fragilidad de nuestra condición humana. No hay herida más silenciosa ni aprendizaje más decisivo: perder a quien amamos nos obliga a mirarnos sin concesiones, a comprender que el amor -esa tentativa luminosa contra la muerte, como escribió Octavio Paz- también puede volverse un bosque de sombras.

La separación fractura lo que de suyo era esencial, simple y cotidiano. Como el aire que respiramos, el pijama bajo la almohada de la cama, o el sillón de los paseos televisivos al final de la jornada. Nos revela lo que ahora a solas somos, cuando ya no somos uno con el otro.

La ruptura es la suma de todos los infiernos y la expulsión de un sólo paraíso. Es la caída desde una altura que creíamos conquistada, el derrumbe de un territorio íntimo al que revestimos ingenuamente de perpetuidad.

Nada cae tan hondo como una promesa rota: su estrépito es interno, silencioso y devastador. Una ruptura es hecatombe y exilio, migración y extravío, errancia infinita por un nuevo e insospechado continente donde todo se desplaza de sitio continuamente.

La ruptura cabe en un cajón de ropa que no se volverá a usar, se esconde entre las provisiones de la nevera que ya no se habrán de compartir, o te confronta inclemente en el espejo de todas las mañanas, en el que tendrás que ratificar la naturaleza individual de tu reflejo.

La ruptura entra por un resquicio de la ventana, repta por las paredes, se apropia gradualmente del espacio y se burla de las fotos de pareja que fueron enmarcadas para encapsular a la felicidad, y concederle a la memoria compartida su categoría de patrimonio visual de lo imposible.

Algo tiene de anoréxico la ruptura, y algo también de bulímico: rechazo emocional a los alimentos, pérdida radical del apetito, seguido de rachas de ingesta no menos irracional que anodina.

Igor Caruso describió la separación amorosa como una fenomenología de la muerte: un quiebre que nos arranca no solo del otro, sino de la imagen de nosotros mismos que habíamos construido en el corazón ajeno. Saber que ese tú que se creía amado, en realidad ya no lo es. No exageraba. El duelo amoroso tiene la textura delirante de aquello que muere sin morir; nos condena a padecer una ausencia que respira, siente, piensa y, acaso, ama. Duele menos la muerte del muerto (lo fatal), que la del muerto con vida (lo contingente).

Denis de Rougemont lo explicó con contundencia: nuestra tradición literaria no ha celebrado el amor feliz, sino el amor desdichado, sacrificial, atravesado por su propia imposibilidad. De Tristán e Isolda a El amor en los tiempos del cólera, pasando por las grandes novelas del siglo XIX, la cultura en Occidente ha entendido que el amor solo se vuelve narración cuando se quiebra.

La pasión intacta, triunfante, no tiene historia: es el infortunio, la fractura, la renuncia, la pérdida, la anunciación de lo imposible, lo que vuelve al amor tópico literario. Lo saben los lectores. Lo sabemos, aún mejor, sus protagonistas en la vida real.

Octavio Paz llamó a este vértigo “la llama doble”: la del amor y el deseo erótico, esa combustión en la que el cuerpo y la imaginación se enlazan y se ponen mutuamente en peligro. En esa doble llama arde también la ruptura, cuando lo que iluminaba de pronto se apaga en un escenario sin sombras. Tiniebla dentro de otra tiniebla.

La herida precede al duelo. El psicoanalista británico Darian Leader, en La moda negra: duelo, depresión y melancolía (Sexto Piso, 2011) advertía que las pérdidas amorosas no elaboradas se enquistan como melancolía: un sopor psíquico donde la vida sigue, pero uno ya no. El riesgo no es menor. En una época que medicaliza y banaliza cualquier tristeza, la ruptura amorosa aparece como una suerte de dolor sospechoso y autoprovocado, algo que debería desaparecer con los días como una fiebre, un resfriado, o una serie de Netflix. La verdad es otra: el duelo por un amor perdido exige tiempo, preguntas, silencios, y una ingeniería lenta de reconstrucción. Nada más ajeno a la prisa que el duelo melancólico.

Julia Kristeva llamó al del duelo amoroso una de las enfermedades del alma, sus síntomas se advierten en la desaparición de los gestos cotidianos, en el mensaje de siempre que ya no llega, en la cena de todas las noches que ya no se cumple. La casa misma se vuelve un cuerpo enfermo, ese espacio entre cuatro paredes “que te dejó en rehenes algunas fechas que te cercan y humillan, algunas horas que no volverán, pero que viven su confusión en la memoria” (La cita es de un verso de José Emilio Pacheco). Si todo esto le es ajeno a la otra parte, es justo decir que la ruptura puede ser, también, un acto desalmado: el asesinato de Eros a manos de Tánatos.

En ese descenso aparece algo insospechado: la dignidad adolorida. El dolor indescriptible de la ruptura amorosa no es una degradación sino una confirmación cabal de humanidad. No consiste en ocultar ni en negar el dolor, sino en desmenuzarlo con palabras para, una vez nombrado, conjurarlo. Esa contención que acude a las palabras, esta sobriedad memoriosa poblada de autores y poetas, es quizá el inicio de la sanación. La constatación de que hubo un mundo antes y d que habrá uno después-

Con el paso de los días el duelo deja de ser un mero cataclismo y se vuelve una forma del pensamiento redentor. La tristeza se afana sin remedio, pero también se regala la posibilidad de la reflexión. Es entonces cuando las artes -la poesía, la novela, la música- actúan como una suerte de respiración asistida.

Eso dicen que tendría que ocurrir, y probablemente ocurrirá, porque por ahora en esta casa no se ha abierto un sólo libro, no se le dado “play” a una sola canción, y el televisor sigue apagado. Todo lo que aquí cito se lo debo a la memoria que, oh paradoja, es la misma memoria que en este preciso momento me encierra en su laberinto de espejos, me paraliza, y me derrota.

A todo esto, la ruptura es también un acto de humildad: la conciencia de que el otro no nos pertenece y nunca nos perteneció, sólo era tiempo prestado y compartido por mutuo consentimiento. Quizá transitar en el duelo consista en comprender que la pérdida no invalida lo vivido, así como el final de un día no cancela ni niega la luz de la que gozó, y que pudo iluminarnos.

Caruso insistía en que superar una ruptura implica dar muerte a la imagen del ser amado en nosotros. Prefiero una metáfora menos cruel: dejar que esa imagen ausente encuentre un lugar distinto, ya no en el centro, sino en alguna periferia de nuestra vitalidad. El duelo, entonces, no es enterrar al otro, sino reacomodarlo en un nuevo territorio.

El amor más allá del amor no es el de la pareja que se devora a sí misma en el fango de la incomprensión y el reproche. Anida más bien en la que ha sabido restablecer, sin firmarlo, un nuevo pacto. Tal es precisamente el título de un poema del argentino Roberto Juarroz, que me ha rumiado en la cabeza en estos días y lo pesqué en la pecera de mi biblioteca:

Un amor más allá del amor

por encima del rito del vínculo,

más allá del juego siniestro

de la soledad y de la compañía.

Un amor que no necesite regreso,

pero tampoco partida.

Un amor no sometido

a los fogonazos de ir y de volver,

de estar despiertos o dormidos,

de llamar o callar.

Un amor para estar juntos

o para no estarlo

pero también

para todas las posiciones

intermedias.

Un amor como abrir los ojos.

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