
«Si estamos solos en el Universo, seguro sería una terrible pérdida de espacio.» Carl Sagan
Entre las páginas amarillentas de un viejo libro encontré preguntas que, durante décadas, encendieron la imaginación humana: ¿hay canales en Marte?, ¿se ha visto una explosión atómica en Marte?, ¿luminarias inexplicables en la Luna?, ¿continentes bajo las nubes de Venus? Eran interrogantes de una época en la que el telescopio era una ventana opaca y el cielo, un espejo donde proyectábamos nuestras ansias.
Hoy, la ciencia ha respondido casi todas. Los famosos “canales” de Marte no eran obra de ingenieros extraterrestres, sino un error óptico. La desilusión llegó en 1965, cuando Mariner 4 mostró un mundo seco, castigado por el frío y la radiación, sin rastro de civilizaciones perdidas. La supuesta “explosión atómica” marciana también se desmoronó: los isótopos anómalos pueden explicarse por la radiación cósmica y la química natural del planeta.
Lo mismo ocurrió con las luminarias de la Luna, aquellos destellos que durante siglos se creyeron señales de actividad desconocida. Hoy sabemos que fueron liberaciones de gases, impactos de micrometeoritos o simples trucos de luz. Y los “continentes” de Venus —aquellas formas que observadores del siglo XIX aseguraban ver entre las nubes— desaparecieron cuando el radar de la sonda Magallanes reveló un mundo infernal de volcanes colosales y temperaturas capaces de derretir plomo. La imaginación, una vez más, cedió ante la evidencia.
Pero una pregunta nueva, inesperada, se abrió en el firmamento: 3I/ATLAS, el tercer visitante interestelar registrado en la historia. Detectado el 1 de julio de 2025 en Chile, su comportamiento ha obligado a la astronomía a inclinar la cabeza, a bajar la voz. Tras su acercamiento al Sol, reapareció en el cielo matutino con una cola sorprendente, más larga y definida que la de la mayoría de los cometas conocidos. Sus colores —de rojizos a azulados— cambiaron sin explicación. Su brillo fluctuó de manera persistente, incluso después de recibir una eyección de masa coronal del Sol, sin fragmentarse.
Aún más inquietante: el telescopio James Webb registró una proporción CO₂/H₂O altísima, una de las más elevadas jamás medidas. Su química sugiere un origen en condiciones radicalmente distintas a las de cualquier cometa. Lo observado en 3I/ATLAS sobre las emisiones asociadas con radicales OH tampoco encaja con los modelos tradicionales.
Los astrónomos más conservadores insisten en que todo puede explicarse por procesos naturales. Pero otros —Avi Loeb entre ellos— piden no descartar lo extraordinario: la posibilidad de que este objeto no sea solo roca y hielo, sino un artefacto antiguo, una sonda interestelar o incluso una forma de vida basada en plasma, viajera de un sistema remoto.
Nadie puede afirmarlo, pero tampoco descartarlo. Y es aquí, frente a este visitante silencioso, cuando resurgen las preguntas que nadie se atreve a hacer en voz alta: ¿puede existir vida sin agua, sustentada en metano líquido o en estructuras de plasma? ¿Hemos pasado por alto señales que no provienen de ninguna estrella conocida? ¿Ocultan Europa o Encélado formas de vida que nunca han visto la luz? ¿Han llegado otros antes, dejando rastros que aún no sabemos leer? ¿Podría el universo estar lleno de civilizaciones que prefieren permanecer invisibles?
Preguntas incómodas porque, a diferencia de los viejos espejismos de Marte o Venus, no pueden evaporarse con un mejor telescopio. Son preguntas que exigen humildad y la valentía de aceptar que no sabemos tanto como creemos.
Si los errores del pasado fueron ilusiones nacidas de nuestra ignorancia, 3I/ATLAS podría ser lo contrario: un recordatorio de que el universo aún guarda secretos que no caben en nuestros modelos. Porque quizá —por primera vez en siglos— la imaginación vuelve a abrir el camino que la ciencia todavía no puede recorrer. Y tal vez, en ese resplandor azul que dejó 3I/ATLAS al alejarse, no vimos un cometa, sino una pregunta disfrazada de estrella.