Opinión

Fiscalización real, cero impunidad y una vida pública dedicada a servir

Fiscalización

En México se está abriendo una etapa que muchos esperábamos desde hace años. La presidenta de la República ha sido clara, directa y categórica, la fiscalización debe ser real, profunda y sin excepciones, y la impunidad en todas sus formas debe terminar. Ese mensaje no es retórico ni circunstancial; es una hoja de ruta para reconstruir la confianza pública y para desmontar, de una vez por todas, las estructuras que durante décadas normalizaron el abuso, la opacidad y la falta de consecuencias.

Para alguien como yo, que ha dedicado prácticamente toda su vida pública al servicio público, y, sobre todo, a supervisarlo desde sus propios cimientos, este nuevo clima político no es sólo pertinente, es indispensable. Mi trayectoria como Diputado Federal, como funcionario de la Comisión de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación en la Cámara de Diputados, como integrante de la Comisión Presidencial para la Extinción de los Fideicomisos Públicos, y como Subsecretario de la Contraloría del Estado de México, entre otros, me ha enseñado que la fiscalización verdadera siempre es incómoda, porque revela lo que muchos preferirían mantener oculto.

Durante ese proceso presidencial del decreto de extinción de fideicomisos públicos del 2 de abril de 2020, me correspondió entre otras, una responsabilidad particularmente delicada, analizar, depurar y revisar estructuras financieras con años de opacidad acumulada. Fue un ejercicio de fiscalización profunda, técnica y políticamente sensible. Ahí se revisaron fideicomisos multimillonarios, fondos autónomos, mecanismos de dispersión con baja transparencia y esquemas que operaron por años sin controles. Participé directamente en la valoración técnica, la revisión de flujos, el análisis de riesgos y la identificación de inconsistencias que hoy forman parte del rediseño federal en materia de control interno. Esa experiencia reforzó algo que ya sabía por convicción, la fiscalización no debe ser simbólica, debe ser quirúrgica; no se trata de mover papeles, sino de mover estructuras.

Y en todos esos espacios he aprendido lo mismo, que la auditoría profunda nunca es bienvenida por quienes se beneficiaron del desorden, y la rendición de cuentas plena provoca resistencias, distorsiones y ataques.

Lo he vivido personalmente. Por fiscalizar con rigor, por integrar expedientes sólidos, por denunciar irregularidades sistémicas y por ejercer una fiscalización seria y profesional, he sido criticado, atacado e incluso difamado. Pero esa es la señal más clara de que la fiscalización funcionó. Cuando la auditoría no toca intereses, nadie protesta; cuando fiscaliza de verdad, las narrativas aparecen de inmediato.

Mi convicción nació en el Poder Legislativo. Como Diputado Federal en la LVI Legislatura, entendí que la fiscalización no es un accesorio del Congreso, es su responsabilidad central. Sin revisión técnica del gasto, sin supervisión del ejercicio presupuestal y sin vigilancia permanente del ejecutivo, la democracia pierde sustancia. Desde esa perspectiva, la fiscalización era ya un mandato constitucional y un compromiso con el país.

Esa visión se fortaleció en la Comisión de Vigilancia de la ASF en 2015, donde pude ver la fiscalización desde dentro, donde auditorías crudas, observaciones graves, patrones repetitivos de abuso, discrecionalidad y simulación son el pan de cada día. La auditoría, cuando está bien hecha, no deja espacio a interpretaciones; revela la verdad administrativa con precisión quirúrgica. Y es en esa precisión donde muchos se incomodan, y en mi experiencia como integrante de la Comisión Presidencial para la extinción de los fideicomisos públicos en 2020 no fue la excepción.

Cuando asumo la Subsecretaría de la Contraloría del mi Estado en 2023, mi visión dejó de ser concepto y se convirtió en acción directa. Fiscalizar significó revisar áreas financieras, operativas y de obra pública con criterios técnicos estrictos, analizar contratos y programas, depurar procesos y presentar denuncias, tantas como fueron necesarias y tantas como la evidencia lo exigió. No por protagonismo ni por cálculo político, sino porque la función pública tiene un único mandato, cumplir y hacer cumplir la ley.

A partir de ahí surgieron incomodidades, molestias y versiones distorsionadas. Pero esa es la naturaleza de la fiscalización que sirve, la fiscalización no está diseñada para agradar, está diseñada para corregir.

Quien espere que la auditoría deje intactos intereses creados desconoce lo que es fiscalizar. Quien crea que la rendición de cuentas puede hacerse sin tensiones, sin resistencias o sin presiones, no entiende la magnitud del desafío histórico que enfrentamos.

Por eso encuentro tanta coherencia entre mi experiencia profesional y el mensaje de la presidenta Sheinbaum. Ella ha dicho algo fundamental, las auditorías que arrojen hallazgos y observaciones deben tener consecuencias, la fiscalización debe tocar a todos y no pueden existir excepciones. Un país que aspira a instituciones fuertes no puede permitir auditorías decorativas ni sistemas de control interno ficticios ni estructuras que sólo aparenten supervisar.

La presidenta ha entendido algo que algunos prefieren ignorar, un resultado de auditoría con hallazgos, pero sin sanciones significa que no hubo fiscalización; sin auditoría no hay Estado eficiente; sin responsabilidad administrativa no hay integridad gubernamental; y sin valentía institucional no hay forma de romper con la impunidad.

Mi vida pública ha estado marcada por esa convicción. Fiscalicé desde la Cámara de Diputados; fiscalicé desde la comisión de vigilancia; fiscalicé desde una comisión presidencial que desmontó uno de los mecanismos financieros más opacos del país y fiscalicé desde la contraloría estatal; y si volver a hacerlo implica nuevas críticas o difamaciones, que así sea. Porque la fiscalización que no molesta no sirve. Y la auditoría que no produce consecuencias no es auditoría, eso se llama complicidad.

México está listo para un sistema de control público más fuerte que nunca. Con una presidenta que entiende la relevancia de la fiscalización, con instituciones que deben actuar con firmeza y con una sociedad que exige claridad, el país tiene las condiciones para avanzar hacia un modelo de supervisión que realmente proteja el interés público.

La fiscalización es una batalla permanente, y quienes la hemos librado desde dentro sabemos que vale la pena.

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