Opinión

Juventud: motor clave en la lucha por la democracia y el bienestar social de México

Juventud

La historia reciente de México muestra que cada generación ha buscado una manera propia de nombrar la realidad y confrontar sus límites, pero es en la juventud donde suele concentrarse la energía que desborda los márgenes de lo establecido. No porque exista un impulso romántico hacia la rebeldía, sino porque los contextos que enfrentan: crisis económicas, transformaciones tecnológicas, disputas por derechos, violencias normalizadas, les obligan a imaginar alternativas allí donde las instituciones han llegado tarde o han llegado incompletas.

La llamada generación silenciosa, nacida entre 1928 y 1945, se formó en un país marcado por la escasez y la austeridad derivada de la guerra; los Baby Boomers, nacidos entre 1946 y 1964, crecieron en una etapa de mayor estabilidad económica; la generación X, nacida entre 1965 y 1980, vivió la irrupción de la tecnología y el inicio de tensiones políticas a lo largo de todo el continente; los Millennials, entre 1981 y 1996, enfrentaron dificultades laborales y de vivienda, producto de un modelo paternalista en decadencia; la generación Z, entre 1997 y 2012, creció en un entorno digitalizado donde la identidad pública y privada se construye gracias a internet; y la generación Alpha, desde 2013, ha conocido al mundo casi exclusivamente desde las pantallas y la experiencia colectiva de la pandemia.

En este contexto, la Universidad Nacional Autónoma de México, ha sido tal vez el escenario más visible de estos momentos de fricción. En 1929, la lucha por la autonomía abrió un debate nacional sobre la relación entre el Estado y la formación universitaria. En 1956, la protesta contra cambios al reglamento de exámenes derivó en una huelga que señaló la importancia de los derechos estudiantiles. Décadas después, la generación X protagonizó el movimiento estudiantil de 1968, que comenzó el 26 de julio con protestas del IPN y de la propia UNAM contra la represión policial. Las exigencias por mayores libertades civiles, justicia y democracia fueron respondidas con violencia: intervención militar en Ciudad Universitaria y en el Casco de Santo Tomás, detenciones masivas y la tragedia del 2 de octubre. Aquel verano dejó claro que el país no contaba con los canales institucionales para procesar un conflicto social legítimo.

En 1987, el Consejo Estudiantil Universitario (CEU) frenó las reformas impulsadas por el rector Jorge Carpizo. Y entre 1999 y 2000, el Consejo General de Huelga (CGH) encabezó una de las movilizaciones más largas de la historia universitaria, con casi diez meses de paro en defensa del carácter público y accesible de la educación frente al aumento de cuotas. Episodios que pertenecen a las distintas generaciones de nuestro país y que revelan un patrón: cuando la juventud percibe un riesgo para la educación pública o para la vida democrática, interviene, se organiza y confronta al Estado.

Las generaciones más recientes han heredado esa tradición, pero con herramientas distintas. La apertura a la diversidad, el respaldo a las agendas LGBTQ+ y de igualdad de género, el uso intensivo de la tecnología para organizarse y la disposición a cuestionar la autoridad cuando no ofrece respuestas claras son expresiones contemporáneas de la misma búsqueda de justicia social y democracia sustantiva, pero estas prácticas no sustituyen a la política, aunque sí la desplazan hacia espacios donde la conversación es más horizontal y más inmediata.

En ese recorrido histórico, se vuelve evidente que la disputa por el sentido de la juventud nunca ha sido neutral. Sabemos que hoy ciertos grupos minoritarios, situados en los márgenes de la extrema derecha y guiados por intereses particulares, han intentado apropiarse artificialmente de un movimiento generacional que no les pertenece. Han buscado presentarse como la voz auténtica de los jóvenes, sin comprender que la juventud mexicana reconoce con claridad cuándo un proyecto nace de la experiencia colectiva y cuándo proviene de una estrategia diseñada para fingir representatividad. El vacío que las propias y los propios jóvenes han hecho frente a ese intento confirma lo que era previsible: que una apropiación política sin raíces, sin legitimidad y sin comprensión del país termina siendo un gesto estéril, insípido y condenado al fracaso.

Es ahí donde cobra sentido lo que ha reiterado la presidenta: desde 2018 México impulsa un modelo de país que no contempla a la juventud como un recurso electoral, sino como un actor histórico con capacidad real de completar la transformación que el país decidió emprender. Ninguna transformación nacional de largo aliento se logra desde las inercias del pasado; son las nuevas generaciones quienes pueden llevarla a su horizonte más amplio. Por eso se les acompaña, se les escucha y se les abre espacio. Porque si algo ha demostrado un siglo de movilización estudiantil y juvenil es que los momentos más luminosos de la vida pública mexicana nacen cuando la juventud decide hacerse presente y el Estado tiene la madurez para reconocerla como aliada.

La experiencia del sábado pasado nos deja claro que la juventud no se presta a la manipulación. Es una generación que se informa y conoce la historia. No hay duda que estarán marcados por los avances tecnológicos y grandes cosas podrán configurar, pero a su tiempo y a su ritmo.

Tendencias