Opinión

Medio millón de ausencias: los datos de la matrícula escolar en México

Salón de clases en México (Carolina Jiménez Mariscal)

El Anexo Estadístico del Primer Informe de Gobierno de la Presidenta Claudia Sheinbaum registra una cifra más que preocupante: entre los ciclos escolares 2023-2024 y 2024-2025, casi medio millón de niñas, niños y adolescentes dejaron de estar inscritos en educación básica en México. De acuerdo con los datos, la matrícula cayó de 29.88 millones a 29.38 millones en educación básica, es decir, una disminución de 499,8 mil estudiantes. No se trata de un ajuste esperable por razones demográficas; parece ser un quiebre profundo, un síntoma del abandono estructural a una generación que debería ser el centro de cualquier proyecto de país.

Al leer estos números, uno recuerda aquella idea de Steiner: la educación es la forma civil más elevada de la transmisión del mundo. Perder a medio millón de niñas y niños es perder mundo, perder futuro. Cada niño que deja la escuela se convierte, en cierto sentido, en una grieta por la que se escapa el porvenir colectivo. Y en un país tan herido, cada grieta importa.

El primer plano de esta crisis es una violación flagrante del derecho humano a la educación: una “fuerza irradiadora” que sostiene y potencia los derechos a la salud, a la seguridad, a la alimentación, al juego, a la participación, a la cultura. Una niña o niño fuera de la escuela está expuesto. Nussbaum lo dijo con claridad: sin capacidades educativas no hay agencia, sin agencia no hay libertad, y sin libertad no hay vida humana en sentido pleno. Arendt, por su parte, recordaba que la infancia es la condición del comienzo radical, de la promesa de algo nuevo. Por eso, cuando una sociedad renuncia a cuidar a su infancia, renuncia también a su futuro.

La caída de la matrícula requiere explicaciones más allá del insostenible argumento de la supuesta reducción demográfica; el hecho adquiere un tono aún más contradictorio cuando se observa que ocurre bajo un gobierno que se proclama humanista y garantista. Frente a ello, la reducción en los indicadores de pobreza palidece, pues el incremento en el ingreso no implica necesariamente desarrollo integral para las infancias; porque el desarrollo es libertad, y la libertad presupone instituciones que no abandonen a los niños a las fuerzas caóticas del entorno. La paradoja es profunda: se celebra el incremento en los ingresos mientras parece que se alienta un retroceso civilizatorio: se reducen los datos promedio de pobreza y, sin embargo, se erosiona la dignidad y la seguridad de las infancias.

Preguntar por las causas de este quiebre exige evitar la simplificación. No hay un único factor. Pero hay elementos que se entrelazan con inquietante coherencia. La escuela ha perdido fortaleza institucional: falta infraestructura, acompañamiento pedagógico, supervisión, materiales; falta un horizonte compartido que devuelva a la educación su carácter de bien público. A la fragilidad escolar se suma el avance de violencias territoriales que expulsan a los niños de las aulas. En regiones enteras, asistir a la escuela es riesgoso, y no todos los niños que dejan de estar inscritos están simplemente fuera del sistema educativo: algunos han sido absorbidos por sistemas paralelos de socialización, aquellos que MacIntyre describiría como generadores de anti-virtudes, donde el coraje se troca en obediencia violenta y la pertenencia en sometimiento.

A esto se agrega la condición material de millones de familias que viven en economías de sobrevivencia. Nel Noddings ha insistido en que los cuidados son el soporte básico de cualquier sociedad. Cuando los Estados no organizan los cuidados, las familias improvisan y priorizan; y en esa jerarquía desesperada, la escuela —tal como existe hoy— no siempre aparece como el principal refugio. No porque la educación no sea valiosa, sino porque la vida, simplemente, pesa más. bell hooks lo resumió en una frase luminosa: “la educación es un acto de amor”. Pero para que ese amor sea posible, debe haber condiciones materiales de dignidad que lo hagan viable.

El país necesita un cambio de paradigma. Ninguna reforma curricular, por profunda que sea, bastará para revertir esta caída si no se replantea el lugar estructural de la escuela en la vida nacional. Debemos imaginar un sistema educativo tejido dentro de un Sistema Nacional de Cuidados, en el que la escuela sea un territorio de protección, salud mental, alimentación, acompañamiento afectivo, formación ética y desarrollo cultural. Un lugar donde la infancia sea vista no sólo como alumna, sino como persona con derechos integrales; donde los docentes no sólo transmitan saber, sino que ejerzan un papel civilizatorio, sostenidos por un Estado que los acompañe y los proteja.

Simone Weil insistía en que la primera obligación de una sociedad es responder a la fragilidad humana. Ninguna fragilidad es mayor que la de la infancia. Y ninguna traición es más grave que la que se comete cuando se la deja sola frente al mundo. Medio millón de ausencias exigen una pregunta moral: ¿Qué significa vivir en un país donde la infancia es expulsada de la escuela? ¿Qué significa que ese retiro ocurra en silencio, sin escándalo?

No puede llamarse humanista a un Estado que permite que medio millón de niñas y niños queden fuera del horizonte de cuidado institucional. La historia no juzga a las naciones por la elocuencia de sus discursos, sino por la manera en que protegen a quienes no pueden protegerse solos. Y en la caída de esta matrícula está escrito que México está fallando a su infancia.

Investigador del PUED-UNAM

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