
A Inés.
A diferencia del Duce, ajusticiado y vilipendiado por una turba que poco antes lo había aclamado, o del Führer , quien se suicidó después de unas apresuradas nupcias en su bunker en llamas, acechado por el ejército rojo, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España “por la gracia de Dios”, leyenda que figuraba en el reverso de todas las monedas y sellos postales de curso legal, reforzando la idea de que su autoridad, al igual que la de los monarcas absolutistas era de origen divino y no terrenal, murió en un hospital y no juzgado y cautivo por sus muchos y muy terribles crímenes.
El tirano se fue a escasas dos semanas de cumplir los 83 años, edad que, en esta época de aumento en la esperanza de vida no parece tan vetusta, pero que en aquel entonces parecía excesiva.
Tuvo una larga y penosa agonía. Su esposa y su yerno junto con sus colaboradores más cercanos, el llamado Círculo del Pardo, en referencia al palacio en el que fijó su residencia, hicieron todo lo posible por prolongarla a toda costa y mantenerlo con vida aun encontra de su dignidad.
En su último año de vida el anciano volvió al punto de partida de su longeva dictadura, al acusar torvas conjuras internacionales contra la España eterna, en la que él creía y deseaba encarnar, y al firmar con idéntica y pavorosa frialdad las sentencias a muerte de las cinco últimas personas ejecutadas por su régimen —tres militantes del FRAP y dos integrantesde ETA político-militar—, con el mismo desdén que lo había hecho desde abril de 1939, cuando arrancó su dictadura.
Finalmente, al cabo de un estertor que pareció infinito, murió. Su jefe de gobierno, un dolido Carlos Arias Navarro, hizo el anuncio—gimoteante— en cadena nacional televisiva, ante la mirada atónita de los españoles todos, que la biología había finalmente cumplido su ciclo. Cuenta la leyenda que innumerables botellas de champán fueron descorchadas, tanto en España como en el exilio.
Sus exequias se llevaron a cabo en el Palacio de Oriente donde largas colas se hicieron para rendirle sus últimos honores o para cerciorarse de que había muerto efectivamente. Tanto era el miedo que pudiese volver de la tumba, que en 1980 se estrenó la película “Y al tercer año resucitó”, que narra cómo Franco abandona su sepulcro y regresa; comedia basada en la novela del escritor Fernando Vizcaíno Casas que se erigió en el libro más vendido de la transición española, con cuatro millones de ejemplares vendidos y en el filme más taquillero ese mismo año.
Por mucho tiempo después de su muerte, el inmorible siguió siendo el intocable. Sucesivos gobiernos democráticos no se atrevieron a borrar su infausta memoria, o lo hicieron tímidamente. El madrileño Paseo de la Castellana, eje que recorre a la capital española de norte a sur, sólo recobró su nombre original en enero de 1980, tras haber sidore bautizada como “Avenida del Generalísimo” después del fin de la Guerra Civil española.
Tuvo que transcurrir un cuarto de siglo largo —en marzo de 2005—para que el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero se atreviese a remover la estatua ecuestre de Franco ubicada a un costado de los Nuevos Ministerios, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica. La remoción del monumento se llevó a cabo de madrugada, para evitar disturbios.
Otro gobierno socialista, encabezado por el actual mandatario, Pedro Sánchez, acometió en octubre de 2019, 44 años después de la muerte de Franco, la tarea largamente postergada de retirar los restos mortales del dictador español del megalómano sepulcro que éste se hiciera construir cual faraón, con mano de obra esclava- prisioneros de guerra republicanos, a los que hizo enterrar consigo mismo, en la cumbre de un risco en el Valle de Cuelgamuros, en la Sierra de Guadarrama, a unos 50 kilómetros de Madrid.
Su deceso marcó el arranque de la transición española, un proceso político notablemente exitoso y ejemplar, pese a las protestas recientes en sentido contrario por parte de ciertos sectores maximalistas de la política española, que condujo a ese país de una dictadura lúgubre, chata y mediocre a una democracia vibrante y a su integración plena a la Europa moderna e ilustrada, de la que tanto tiempo había estado apartada.
Pocos países, si acaso Corea del Sur después de 1980 o Polonia después de 1989, cambiaron tanto y en tan breve tiempo como esa España que transitó de un atraso y un atavismo proverbiales a una modernidad tan clamorosa, significada por la Olimpiada de Barcelona, la Expo Universal de Sevilla, los trenes de alta velocidad, los matrimonios entre personas del mismo sexo, las distintas contraculturas, marcada en un cúmulo de hechos, que sería imposible listar en un artículo periodístico, necesariamente breve.
De tal magnitud y profundidad fue la transformación, tras el pacto entre el centro-izquierda y la derecha civilizada, que se hicieron realidad las palabras del vicepresidente del gobierno socialista español, Alfonso Guerra, cuando dijo: “A España no la va a reconocer ni la madre que la parió”.
Esa civilidad inédita entre fuerzas políticas de distinto signo acabaría erosionándose, gradualmente, primero, con la llegada de liderazgos más rijosos, como los de José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, que volvieron a echar mano de los epítetos guerracivilistas de “rojos” y “fachas”, como armas arrojadiza en la lid política, lo que hizo aun lado el debate y el consenso, y después, de manera exacerbada tras la crisis de 2008, cuando emergieron partidos extremistas e intransigentes como Podemos y Vox y tras el amago de secesión en Cataluña, que terminó por emponzoñar la convivencia y la unidad españolas.
A partir de entonces, no obstante su sobresaliente desempeño económico, España pareciera haberse sumido en una polarización y en una crispación permanentes, que han revivido el antagonismo irreductible entre dos bloques que recuerdan poderosamente a “las dos Españas” del 36.
En ese clima de confrontación aparecen voces irresponsables como las de la diputada de Unidas Podemos, Ione Belarra, quien ha pedido al presidente Sánchez ni más ni menos que “un plan para reventar a la derecha”, o en sentido inverso, del dirigente de VOX, Santiago Abascal, tan dado, también, a la estridencia y a hipérboles tales, como referirse al actual gobierno como “mafia socialista” o “el gobierno más corrupto en 800 años”, mientras atiza la xenofobia, denunciando una supuesta “invasión” de España por los inmigrantes.
Ni hablar de los partidos nacionalistas, tan dados a la exaltación racista de cara al restos de los españoles, usando improperios que no repetiremos aquí.
El éxito de la transición española a la democracia dependió, en gran medida, de la existencia de un partido centrista, la Unión del Centro Democrático (UCD,) de Adolfo Suárez. Tras su desaparición en 1983, ese espacio político ya no pudo volver a ser recreado con logro, ni por el Centro Democrático y Social (CDS), del propio Suárez, ni por Unión Progreso y Democracia (UPyD), de Rosa Diez y Fernando Savater, ni por Ciudadanos, de Albert Rivera e Inés Arrimadas.
A 50 años de la muerte de un dictador fanático e intolerante y en medio de la diatriba permanente que separa y encona a los españoles y que pone en riesgo la democracia que lograron construir después de la dictadura, se antoja inaplazable el resurgimiento de un partido liberal y democrático en España.