
En las sociedades de nuestro tiempo dominadas por las autocracias y las tendencias autoritarias, el adversario es tratado como un verdadero enemigo al que se le niega legitimidad para participar en la contienda política, generando el fenómeno de la deslegitimación del opositor. Un adversario deja de ser simplemente un oponente legal para convertirse en un oponente ilegítimo, privándolo del derecho a disputar el poder político. La deslegitimación del adversario es un proceso mediante el cual se niega o destruye la legitimidad simbólica de un actor, grupo, movimiento o partido para participar en la vida pública. No implica necesariamente eliminarlo legalmente, sino excluirlo del espacio del reconocimiento político, es decir, hacerlo aparecer como indigno o ilegitimo para ser parte del juego democrático. Es presentado como ajeno, extraño o contrario al orden legítimo. La deslegitimación tiene el objetivo de privar a un líder de su condición de interlocutor válido, tratándolo como un enemigo, una amenaza o un impostor dentro del sistema político.
Es por ello que se ha identificado un proceso inquietante observado al interior del actual régimen político, representado por la concentración del poder de decisión en manos de una sola persona. Esta apropiación busca desarticular los pesos y contrapesos que necesita cualquier democracia y explica los intentos por disminuir o cancelar a las oposiciones. Recordemos que la representación del enemigo es un problema antiguo y al mismo tiempo, extremadamente moderno, que se encuentra en permanente interacción con los temas de la guerra y la política. El enemigo, el rival o el contrario son alteridades inventadas en función de una contraposición entre diferentes identidades. No se olvide que el proceso político sirve para “construir” o para “inventar” al enemigo orientando la disputa y la confrontación en una dirección o en otra. Permite, además, eliminar lo abstracto del conflicto y darle un rostro concreto al oponente. El análisis del discurso sobre el enemigo se mueve a nivel de percepciones, representaciones y construcciones simbólicas.
La configuración del enemigo se reviste de trazos que con frecuencia construyen una alteridad ficticia para transferir el odio y el resentimiento sobre un enemigo real o imaginario. Representa el antagonismo entre la fe ciega y la herejía, proyectando una “demonización” del adversario. Estas políticas incluyen estrategias propagandísticas para retomar los mitos del pasado, las nuevas victimizaciones, el patriotismo y la “irrealidad” donde florecen las teorías conspiratorias. Como sucede en los regímenes no democráticos donde se persigue a los disidentes políticos, en nuestro país se observa un uso selectivo del sistema de administración y procuración de justicia con el mismo propósito. Históricamente, la justicia politizada ha sido una herramienta del poder contra los opositores, pero que se usaba con cautela y solo en casos excepcionales. Todo lo contrario a lo que acontece en nuestros días.
Las persecuciones de las que son objeto los adversarios hacen recordar los procesos políticos que se han instaurado en distintos tiempos y lugares contra los enemigos del poderoso en turno. En su obra: “Procesar al Enemigo”, el historiador alemán Alexander Demandt afirma que para el poder penal del Estado no todos los ciudadanos son personas, sino que de un lado están las personas y del otro los enemigos. Analizando los casos de Sócrates, Jesucristo, Galileo, así como las purgas estalinistas y los Juicios de Núremberg contra los nazis, considera que la persecución política no solamente es una característica típica de las dictaduras o de los regímenes totalitarios, sino que también puede acontecer en regímenes con democracias en transición de baja calidad. Con el argumento de proteger a la sociedad, las instituciones se transforman en selectivas. No atienden todos los casos de la misma forma, para los enemigos existe celeridad, capacidades y eficiencia, mientras que para los cercanos existe absolución, impunidad y protección.