
Momento de orgullo o de inevitable reflexión sobre mecanismos de premiación en un contexto en el cual se recela respecto de avances proyectando lo nacional o dudando de ellos: ¿es Miss Universo demostración de nuestras cualidades o ausencia de virtudes colectivas sean estas societales, corporativas o institucionales?
En la discusión hay una forma peculiar de exponer el debate. Se aplaude a las mujeres triunfadoras después de demostrada su reivindicación autorrepresentada sugerida por otras u otros o por ella misma, aunque también se fabrican o buscan, casi de inmediato, las condiciones para sospechar.
Violencia estructural en versión contemporánea. El sistema desconfía por reflejo y convierte cualquier logro en territorio vigilado, justo en la víspera del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
El triunfo formal de Fátima Bosch en Miss Universo 2025 encendió reflectores y alarmas de tipo más políticas y menos festivas. La polémica seguida de su coronación habla de la facilidad con la cual llega la segunda prueba, donde la inocencia nunca está garantizada y el costo es demostrar el mérito. La tabasqueña fue coronada con la “Lumière de l’Infini”, una pieza valorada en casi cinco millones de dólares, y lo que debió ser reconocimiento se volvió cuesta empinada y espacio del debate sobre la validación de la ganadora y del propio régimen.
La cadena de renuncias previas al certamen funcionó como prólogo involuntario del escándalo: tres jueces se apartaron días antes, advirtiendo irregularidades. El músico Omar Harfouch, a propósito de las coincidencias de nombres y nominaciones, aseguró que un “jurado improvisado” había elegido a las finalistas antes de la competencia y en Instagram escribió: una “ganadora fraudulenta”. La palabra fraude, tan cargada en la política mexicana, migró del terreno de la estética global a la política local.
El pianista afirmó además que el dueño de Miss Universo, Raúl Rocha, tiene negocios con Bernardo Bosch, padre de la ganadora, quien labora en el área de exploración y producción de Pemex. La paraestatal se deslindó de cualquier relación comercial con los directivos del certamen.
La lógica es antigua: desplazar el mérito y colocar en su sitio una red de intereses masculinos, aún sin pruebas contundentes. Más allá de la polémica hubo también reconocimiento. “Me gustó de ella que levanta la voz cuando siente que hay una injusticia, y eso es un ejemplo para todas y todos”, señaló la Presidenta Claudia Sheinbaum. “Su triunfo enaltece la fuerza, la resiliencia y la grandeza de las mujeres”, afirmó la Jefa de Gobierno de la CDMX, Clara Brugada. Elogios en convivencia con un ruido en la espera de explicaciones adicionales.
Bosch no respondió a las acusaciones de fraude, habló desde otro registro. Publicó en redes una frase con resonancias espirituales: “Lo que Dios tiene destinado para ti, ni la envidia lo para, ni el destino lo aborta, ni la suerte lo cambia”. Resistencia personal frente al ruido.
La agresión del director tailandés del certamen, Nawat Itsaragrisil, denunciada por Bosch a principios de noviembre, no ocupó el centro de la discusión. La violencia que pudo haber cuestionado la legitimidad de la organización quedó eclipsada por la violencia para cuestionar la legitimidad de la ganadora. Esto no habla de errores administrativos ni renuncias aisladas, sino de un mecanismo estructural donde el triunfo femenino es tratado como anomalía o ratificación de corrupción corporativa y personal.
El costo de la corona no está en los casi cinco millones de dólares, sino en la presión sobre quién la porta, quien organiza y quien es marginado de la decisión. Valor simbólico o su ausencia en contexto local y global.
La pregunta es brutal en su sencillez: ¿cuándo será suficiente que una mujer gane, para que el mundo deje de exigirle que lo pruebe plenamente?