
Una de las enseñanzas primarias en el seno familiar dirigida a los menores de edad en sus primeros años de desarrollo, con un horizonte de futuro hacia su edad adulta, es la de no mentir, decir la verdad, asumiendo sus costos. Por ello es difícil entender que en ciertos ámbitos de la vida profesional mentir pueda ser considerado un activo, tolerado o apreciado, como una especie de herramienta de éxito y consecución de metas, particularmente en espacios como la política. Encontrar un político honrado es literalmente un garbanzo de a libra.
Probablemente un apunte menos ingenuo sea suponer que en la política y en la guerra todo se vale, en especial la mentira; la ética probablemente no sea más que un ejercicio fastidioso desde esa perspectiva, en especial en la política internacional en la que el derecho internacional se cumple de buena fe ante la ausencia de una autoridad con la capacidad efectiva de coercerla y sancionarla, a diferencia de lo que sucede en los ordenamientos nacionales, en los que la observación de la ley, además de obligatoria, cuenta con instituciones e instancias capaces de garantizar su aplicación y respeto a través de sanciones y penas, incluyendo la privación de la libertad. Respetar las convenciones, proteger a los civiles en la guerra, observar las normas de derecho internacional y de derecho internacional humanitario en situaciones de conflicto son casi banalidades.
Más allá de esa realidad dual y contrastante entre las relaciones internacionales y las sostenidas en el interior de un país determinado en lo político, lo económico y lo social, parece cada vez más evidente que la política internacional se dirime con dobles raseros, no necesariamente como la ley del más fuerte, pero sí con diferentes niveles de complacencia o exigencia, según sea el caso. Y claramente la mentira es un negocio complejo. Por ejemplo, los dos conflictos más cruentos y prominentes del actual escenario internacional, uno iniciado en febrero de 2022, bajo el formato de operación militar especial, y el otro comenzado en octubre de 2023, con la denominación de operación Espadas de Hierro, han venido a subrayar todas las contradicciones de la política del poder en las relaciones internacionales, habida cuenta del comportamiento contrastante de los principales actores políticos y militares involucrados.
Además de las contradicciones, es posible apreciar elucubraciones mentirosas alrededor de ambos conflictos, amén de los dobles raseros mantenidos respecto del cumplimiento de las normas de derecho internacional en uno y otro caso por parte de los actores preponderantes, que por lo demás son esencialmente los mismos. En ese rejuego de intereses geopolíticos, además de las lamentables víctimas inocentes que se han cobrado, probablemente las bajas más importantes sean la credibilidad y el prestigio de las potencias actuantes, particularmente las occidentales, que en un caso han exigido el respeto de ciertos elementos y normas, y en el otro se han comportado con amplia complacencia.
De manera que mentir no es llano, tampoco simple, sobre todo en contextos en los que la sociedad, los individuos, pueden manifestar su apoyo o rechazo a determinadas políticas o cursos de acción planteados por sus respectivos líderes. Y es justamente en este entramado en donde la propaganda política juega la suerte de cuentos fantásticos para incidir de diferentes formas en la creación de consensos o repudios generalizados, según sea el caso. Es un juego riesgoso y de mucho dinero, en el que la verdad siempre es relativa, e incluso irrelevante, como han llegado a sugerir ciertos comentaristas en la opinión pública.
Para el profesor Glenn Diesen, la propaganda es la ciencia de manipular audiencias apelando a los aspectos irracionales de la naturaleza humana, es decir, del subconsciente, ya que a pesar de que los individuos pueden ser racionales, también es cierto que actúan sobre la base de sus instintos.
Uno de los instintos más fuertes es la necesidad de acoplarse al colectivo, toda vez que los humanos se organizan en grupos en los que se tiene un sentido, una seguridad común. Por ello, los individuos gravitan en grupos como la familia, la nación, la religión, etc.
Apunta que Sigmund Freud introdujo el concepto de ciencia de la psicología grupal, para sostener que a pesar de que los individuos son racionales, pierden su sentido de individualidad como parte del grupo en el que son fácilmente persuadidos y emocionalmente impulsivos. Y hay formas de manipular esa psicología de grupo, por lo que para influenciar el subconsciente no es necesario apelar al aspecto racional de la naturaleza humana.
Más adelante, Edward Bernays, sobrino de Freud, desarrolló conceptos más precisos que le permitieron crear, por ejemplo, el ambiente propicio para que Estados Unidos participara en la Primera Guerra Mundial bajo el eslogan de que era necesario salvar la democracia de la tiranía; es decir, planteó en el subconsciente la premisa fundamental de operar el bien para derrotar el mal. También generó, en los negocios, elementos mercadológicos importantes para producir la impresión de la emancipación de la mujer a través de la posibilidad de fumar, en un momento social en el que esta actividad estaba reservada para los hombres, pero que representó un gran negocio para las tabacaleras: sensación de libertad para ampliar las ventas. Incluso Goebbels admitió que la mayor parte de sus ideas provinieron de Bernays.(https://glenndiesen.sustack.com)
De manera que en el centro, en el fondo, desde la perspectiva del poder occidental al menos, en esta mirada de lo internacional, está la dicotomía del bien contra el mal, la lucha de la democracia liberal contra las autocracias, las dictaduras, los terroristas, etc., para hacer prevalecer la libertad, la democracia, los derechos humanos. De manera que la agresión de un lado está plenamente justificada, ya que de ocurrir al contrario, se interpreta en el sentido de que busca destruir todas esas bondades, esclavizar, destruir las libertades, la democracia. La sobresimplificación de la realidad a sus máximos: el dictador, el narcopolítico, el comunista. Desde luego no para ahí, pero es claro que cualquier discusión racional queda relegada a la irrelevancia.
Para acabar de aderezar esta simple y a la vez muy compleja realidad, se sostiene que la propaganda es buena para la guerra y la violencia, pero no la paz, ya que surge la cuestión de cómo el bien puede lograr un compromiso con el mal. La serpiente se devora a sí misma.