
Se cumplieron 50 años de la muerte del dictador Franco. Momento para revisar la transición española a la democracia, y para encontrar claves que nos pueden ayudar a entender algunas cosas que suceden del otro lado del océano medio siglo después.
En los últimos años del franquismo, su movimiento estaba dividido, de manera soterrada y a la vez visible, en dos facciones: el llamado “búnker”, que pugnaba por mantener “el espíritu del 18 de julio” (es decir, la férrea inmovilidad del régimen clérico-fascista) y los aperturistas, que entendían la necesidad de un proceso democratizador que diera cauce a la fuertes tensiones sociales del momento y facilitara la apertura de España hacia el resto de Occidente.
El escogido de Franco para la jefatura de gobierno, en su lógica de “dejar todo atado y bien atado”, fue Carlos Arias Navarro, quien fracasó en su intento de hacer reformas mínimas a paso de caracol. Lo sustituyó Adolfo Suárez, quien a la postre sería el principal arquitecto de la transición española.
La tarea de Suárez fue complicada. Por un lado, estaban los sectores del franquismo reticentes a los cambios -lo que incluía una parte importante de la oficialidad-; por otro, la izquierda comunista y los grupos radicales; los primeros querían acelerar el proceso democratizador y pasar a la legalidad, los segundos pensaban que la muerte del Caudillo podía abrir paso a una nueva revolución.
Dentro de ese proceso, que implicaba deshacer la mayoría de las estructuras del régimen franquista, un momento clave fue la aprobación de la Reforma Política, que desaparecería las antiguas Cortes -en donde cada procurador, porque no eran diputados, había sido escogido a dedo por el dictador- para dar lugar a otras, donde diputados y senadores fueran escogidos por el pueblo en elecciones libres.
En la discusión de aquella reforma, ocurrida en noviembre de 1976, hace 49 años, hubo tres posiciones. Por un lado estaban los inmovilistas, que pretendían mantener el status quo, pero que eran una exigua minoría (más pequeña aún, porque a varios procuradores, los del tercio sindical-corporativo, reacios a la reforma, se les invitó a un congreso en Panamá con todos los gastos pagados, sin darles a conocer la fecha de la votación). Por otro, el grupo de franquistas moderados, que ya se estaban convirtiendo en partido, la Alianza Popular (abuelo del actual PP), cuyo líder, Manuel Fraga Iribarne, confiaba que en España existía una “mayoría sociológica” a favor del franquismo, Finalmente, la fracción reformista, encabezada por Suárez, dispuesta a que el viejo régimen se autoliquidara. El grupo imprescindible para que la reforma fuera aprobada por el margen necesario era el de Fraga, el que quería una democracia acotada y a favor de su bando.
La propuesta original del gobierno -es decir, del grupo de Suárez- era la elección de diputados con el método de proporcionalidad estricta: distribuir los puestos de representación popular de acuerdo con el porcentaje recibido por cada partido y nada más. Era una declaración de asumir la democracia electoral en su totalidad.
Fraga hizo una contrapropuesta. Aceptaría la reforma política, pero si a España se la dividía en 300 distritos, y que cada uno de ellos eligiera a un diputado: el que tuviera más votos en ese distrito. La fórmula uninominal perfecta.
Su lógica era evidente: si en realidad había esa “mayoría sociológica” franquista, con el método de elección sugerido (puros uninominales), Fraga se garantizaría la mayoría y el gobierno, en un sistema prácticamente bipartidista, con un Partido Socialista minoritario y con la naciente agrupación de Suárez, la Unión de Centro Democrático, reducida a la irrelevancia.
Siguieron amplias negociaciones, y ambos grupos terminaron por aprobar un sistema intermedio. Éste, por una parte, fijaba un límite de sufragios para acceder a la Cámara y, por la otra, utilizaba a las provincias como circunscripciones para la distribución proporcional. El sistema D’Hondt, que es el que actualmente rige en las elecciones de España. Ese sistema castiga a los partidos pequeños nacionales y premia a los partidos locales (como sucede en el País Vasco y Cataluña).
La reforma fue sometida a referéndum y aprobada por el 94% de los electores (prueba de que el franquismo era muy débil). En las elecciones del año siguiente, 1977, la UCD de Suárez fue la primera fuerza electoral, el PSOE quedó segundo y el partido de Fraga, en coalición con otros, se fue hasta el cuarto sitio, detrás del Partido Comunista. 106 de los procuradores del “búnker” que votaron en contra de la reforma fueron candidatos. Ninguno salió electo.
De repente uno voltea hacia México y ve que la maquinita está funcionando al revés. Camina para la regresión. De un sistema mixto más o menos funcional, aunque lejos de la proporcionalidad perfecta, pasamos a la propuesta de AMLO, el llamado Plan A, que se parecía bastante al sistema español vigente, y ahora tenemos al gobierno coqueteando con un sistema meramente uninominal… lo que era el proyecto de Fraga Iribarne, el que quería una democracia acotada y a favor de su bando.
A Fraga no le salió la jugada. ¿Le saldrá a Morena?