Opinión

Después del amor

Amor

Hay un momento que rara vez se describe en los tratados y las cartografías sobre el amor, quizá porque no pertenece ni a la epifanía ni al drama, es decir, ni al júbilo fundacional ni al luto terminal. Es un territorio más bien silencioso, fronterizo, liminar y brumoso, pero decisivo: el día después del amor.

No los días de la ruptura -con su coreografía de palabras pesadas, su arsenal de saetas declarativas, sobrentendidos rotos, emociones descolocadas, desfiguros y pactos fugitivos- sino un día siguiente que se prolonga mucho más que las primeras 24 horas. Ese día larguísimo es un día extraño, uno sin dirección aparente. La tormenta no ha cesado y la claridad se resiste. Cuerpo y mente despiertan en un paisaje emocional sin nombre. Ese día el amor no ha muerto, pero ha sido condenado al destierro. Se ha cruzado, finalmente, la frontera entre lo que fuimos y lo que seremos.

En su reflexión sobre el duelo, Darian Leader afirma que la memoria del cuerpo es tan obstinada que puede seguir buscando a quien ya no está como si se tratara de un objeto extraviado. El cuerpo no entiende de finales, entiende de hábitos. La pérdida amorosa no es sólo la ausencia súbita del otro, sino la interrupción de un ritmo vital. Uno aprende a amar como quien aprende una pieza musical: con repeticiones, variaciones, notas largas, bemoles y silencios calculados. Cuando la relación concluye la melodía queda suspendida en el aire y el cuerpo, testarudo, sigue marcando el mismo compás en un escenario vacío: sin orquesta, ni partitura, ni pista de baile. Es pues el del día siguiente un territorio incierto entre lo que ya no volverá, y lo que aún no llega.

El día después es el tiempo de la disonancia: el cuerpo recuerda lo que la mente sabe que debe olvidar. Nada tan complejo como esa breve guerra civil entre la razón y la emoción. Es precisamente en este intersticio donde se bifurca el camino: uno lleva a la destrucción, el otro a la reconstrucción, pero nadie sabe, hasta vivirlo en carne propia, que ambas rutas se entrecruzan y retuercen para sumirnos en una suerte de extravío temporal. El día después es un laberinto y es, también, una pregunta: ¿Quién soy yo sin el otro que me explicaba y me justificaba en el mundo? Nos enfrentamos entonces sin remedio a una versión de uno mismo que ya habíamos olvidado. La tarea es recuperar el nombre propio, volver a habitar una identidad sin la respiración, ni la impronta, ni la muleta ajena.

Susan Sontag decía que lo que mejor aprendemos del dolor es advertir nuestra capacidad de pasar a través de él. No de evitarlo, no de vencerlo, sino de atravesarlo con una resistencia insospechada. Ese descubrimiento inaugura y pone en marcha al día después.

En el amor compartido -sobre todo cuando es prolongado, profundo, lleno de capas y contradicciones- uno se transforma de forma tan gradual que no percibe que dejó de ser quien era. El día siguiente nos devuelve, lenta y cuidadosamente, a la materia original que alguna vez fuimos. No es una regresión, es una metamorfosis. Lo que queda después del amor es un nuevo conocimiento del mundo y de uno mismo. Si la ruptura no es sólo pérdida, sino una variación profunda en nuestra relación con la vida, el tiempo después del amor aparece entonces como el intento por comprender lo que en su momento solo podía vivirse, no pensarse.

Igor Caruso decía que el amor sólo termina de revelarse cuando se pierde, porque es en la pérdida donde se hace visible todo lo que de él dábamos por descontado. Si el amor, al desplegarse en sus inicios, nos deslumbra; en su colapso nos ilumina con otras luces.

Solemos pensar en el amor en términos de éxito o fracaso, continuidad o ruptura, plenitud o catástrofe. Nuestra cultura está obsesionada con el clímax amoroso o con la derrota del amor, pero casi nunca con lo que ocurre al filo de uno de estos dos extremos: ese territorio gris donde toca matar a lo que aún está vivo, y al mismo tiempo resucitar de una experiencia que se parece a la muerte. Por ello, todo final amoroso tiene un eco que dura más que el final mismo.

El día después del amor no es una victoria. Tampoco es un renacimiento. Es, más bien, un acuerdo silencioso con uno mismo: seguir caminando, seguir respirando, incluso cuando el aire duela.

Así lo escribió Luis Cardoza y Aragón en un verso memorable: “Me duele el aire / me oprimen tus manos absolutas, / […] yo sé que, si es triste todo olvido, / más triste es aún todo recuerdo, / y más triste aún toda esperanza”.

Hay dolores que no piden explicación, sólo tiempo. Hay duelos que no piden fuerza, sólo paciencia. El día después es una casa en ruinas donde uno aprende a moverse sin derrumbar lo que aún resiste.

Aceptar que el amor terminó no es dejar de amar. Es una asunción ética que nada a contracorriente del instinto y la emoción. El amor no muere el día que se decreta su término: se exintgue el día en que dejamos de pelear contra su fantasma. Aceptar no es olvidar, aceptar es reordenar. La aceptación no es pasividad, sino una forma alternativa de mirar el mundo, sin exigirle ya que sea distinto.

La aceptación es uno de los actos de inteligencia emocional más profundos y a la vez más dolorosos que nos toca ejecutar después del amor. No es resignación, no es derrota, es transformación pura y dura. El amor se va, pero no se lleva todo. Deja un sedimento emocional, una ética y una estética afectiva y, sobre todo, una memoria que nos promete -nos jura- que algún día dejará de lastimarnos, hasta reivindicar todo aquello reivindicable.

Después del amor lo que quedará no es el hecho vivido, sino la versión posterior que haremos de él, por eso Pascal Quignard afirmaba: “lo que amamos no es jamás como era, es como lo recordamos”.

Después del amor queda la certeza de que amamos y fuimos amados, y queda, por encima de todo lo demás, una verdad sencilla y luminosa: se trata de sobrevivir a lo que amamos, sin olvidar lo que aprendimos al perderlo.

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