
En semanas recientes hemos visto algo cada vez más recurrente en el ámbito de la seguridad: discursos oficiales que presumen control, pero chocan con experiencias ciudadanas que evidencian lo contrario; cifras optimistas sobre este o aquel delito, que circulan en medio de inconsistencias evidentes; o versiones de avances contundentes en casos de alto impacto que se anuncian con prontitud, aun cuando las investigaciones apenas inician.
Esta brecha entre discurso y realidad no es solo un problema político: revela una expectativa equivocada sobre lo que el Estado puede —y no puede— saber. Esa tensión, entre la necesidad de narrar certezas y la imposibilidad estructural de producirlas, es lo que aquí me ocupa.
Durante años hemos asumido que el Estado debería ser capaz de observarlo todo, medirlo todo y explicarlo todo en materia de seguridad. Bajo esa expectativa, cualquier vacío informativo se interpreta como ocultamiento o engaño. Pero esta expectativa no solo es irreal; impide ver algo fundamental: la seguridad se desarrolla en un campo atravesado por la contingencia. Nada en este terreno es lineal, transparente o completamente observable. Tanto la criminalidad como la respuesta institucional operan en condiciones de incertidumbre, fragmentación y límites cognitivos que no son excepcionales, sino estructurales.
Esa contingencia se manifiesta, ante todo, en la clandestinidad criminal. Las organizaciones delictivas cambian sus rutas, modifican sus operaciones, fragmentan sus mandos, aprenden de sus errores y se adaptan a las tecnologías del Estado. Lo hacen precisamente para no ser observadas. Pero la contingencia surge también del propio entorno institucional. No todas las fiscalías cuentan con los mismos recursos; no todas las policías tienen personal capacitado para análisis avanzado; no todos los municipios registran delitos con el mismo rigor; no todos los laboratorios forenses pueden procesar evidencia a tiempo. El Estado no es omnisciente. No sabe todo porque no puede saberlo todo.
De esa combinación nace lo que podríamos llamar opacidad estructural: zonas grises inevitables en un contexto donde el crimen se mueve en la sombra y las instituciones trabajan con herramientas nebulosas. La información es parcial; los datos llegan con retraso; los registros se contradicen; las investigaciones avanzan a ritmos distintos. Esto no es una anomalía institucional: es la forma en que operan los sistemas en entornos violentos y cambiantes.
Sin embargo, esta opacidad estructural choca con las exigencias políticas. La ciudadanía quiere respuestas rápidas y claras, mientras que los medios demandan explicaciones inmediatas, lo que obliga a los gobiernos a transmitir control. Y es ahí donde la contingencia —que debería asumirse como parte de la realidad— se vuelve incómoda para la política. Peor aún, cuando el Estado no puede ofrecer certezas técnicas, pero la política exige certezas narrativas, aparece la mentira como mecanismo de estabilización.
No es la mentira de quienes hacen el trabajo operativo, sino la mentira producida para llenar el vacío. Ante un evento complejo y todavía en investigación, surge la necesidad de dar un mensaje contundente: “los responsables están identificados”, “las motivaciones son claras”, “el caso está resuelto”, “las cifras van mejorando”. La mentira funciona como una prótesis: transforma la incertidumbre provisional —algo natural en una investigación en curso— en una certeza artificial y políticamente conveniente. No describe la realidad: la simplifica para hacerla comunicable.
Aquí es indispensable distinguir dos tipos de opacidad. La primera es estructural: inevitable y derivada tanto de la clandestinidad criminal como del Estado y sus limitaciones institucionales. La segunda es estratégica: fabricada deliberadamente para proteger al gobierno, controlar la percepción social o evitar costos políticos. La primera es sistémica; la segunda es una decisión política. Y confundirlas es un error que empobrece cualquier discusión seria sobre seguridad.
Pero además de empobrecer la discusión, la mentira produce otro daño: erosiona el espacio común donde la sociedad interpreta los hechos. Cuando la narrativa oficial se aleja demasiado de la experiencia cotidiana, la confianza se fractura. La política deja de ser un lugar para debatir la realidad y se vuelve un ejercicio para imponer una versión de ella. El ciudadano deja de creer porque su experiencia cotidiana es muy distinta.
En este punto conviene recordar algo fundamental: una democracia puede convivir con la incertidumbre; lo que no puede es convivir con la mentira persistente. La incertidumbre, cuando se reconoce, abre posibilidades de corrección y mejora. La mentira, cuando se instala, bloquea la deliberación, alimenta el cinismo y debilita la legitimidad de las instituciones. No hay política de seguridad que pueda sostenerse si la confianza pública está erosionada.
Pero entonces, ¿qué hacer frente a este panorama? La única salida sensata es una comunicación institucional capaz de reconocer sus límites. No se trata de revelar todo ni de renunciar a la prudencia operativa, sino de admitir con claridad qué se sabe, qué no se sabe y qué falta por esclarecer. En un campo atravesado por la contingencia, este gesto no debilita al Estado: le da credibilidad.
Un Estado que puede decir “esto es lo que sabemos hoy, esto aún está en investigación” genera más confianza que uno que ofrece certezas instantáneas que después se desmoronan. Reconocer la incertidumbre no es un signo de abandono, sino el punto de partida para fortalecer capacidades institucionales y reconstruir la legitimidad.
Quizás el reto de México no sea eliminar la opacidad —misión imposible—, sino impedir que la opacidad propia del campo de la seguridad se convierta en opacidad estratégica. Que las zonas grises no se vuelvan zonas oscuras. Que las capacidades limitadas no se disfracen de triunfalismo. Que reconocer los límites institucionales no sea visto como debilidad, sino como un acto de responsabilidad democrática.
Porque, al final, la pregunta no es si podemos construir un país sin contingencia en materia de seguridad —eso no existe en ninguna parte del mundo—, sino si podemos construir un país donde esa contingencia no se oculte tras mentiras ni se reduzca a narrativas que simplifican en exceso la realidad. Ambas erosionan la confianza pública. Reconocer los límites, en cambio, la fortalece.