
En cualquier sociedad, las y los jóvenes son un sector al que lo que le identifica es el tiempo en el que vive. Así como las personas mayores o los niños, a las juventudes lo que les identifica y coloca en esa situación no es su nivel económico y cultural, su origen étnico y su identidad de género, o su ideología y nivel escolar, sino el momento de la vida por el que atraviesan en un momento específico. La niñez y la juventud se quitan con el tiempo y por ella transitan quienes de convierten en “adultos” y tienen la fortuna de envejecer. Aquello que afirmo quizá podría parecer obvio, pero no resulta así cuando se observa que, históricamente, la mayoría de las políticas públicas que los Estados suelen diseñar e implementar se hacen pensando en sectores que tradicionalmente han sido discriminados y excluidos por y de la sociedad, como mujeres, personas integrantes de los pueblos y las comunidades indígenas o personas con discapacidad, pero sin detenerse demasiado en grupos etarios como los que ya hemos mencionado y entre los que, cuando menos en los hechos, el que suele recibir menos atención es el de las y los jóvenes.
Habrá quienes consideren que las juventudes son aquellas que sirven como motor de los grandes movimientos sociales y revoluciones por su naturaleza biológica que, de no estar presente y parafraseando a Salvador Allende, les haría contradictorios hasta en su propia existencia. Algunos pensarán que las y los jóvenes tienen inquietud por cuestiones del futuro a partir de la expectativa de un largo el camino por recorrer en la vida. Otros menos románticos y un tanto prejuiciosos afirmarán que la juventud no sabe qué quiere o necesita y que en la confusión demandan y exigen aquello que ni siquiera necesita por no corresponder a su edad. Quizá todo lo anterior sea cierto y efectivamente el espíritu transformador y progresista de buena parte de las juventudes tenga componentes biológicos, psicológicos y anímicos, pero en ello también influyen, sin duda alguna, los vacíos no atendidos por parte de los Estados y las instituciones públicas que pocas veces atinan en diseñar en implementar políticas públicas que trasciendan a las becas escolares, los torneos deportivos o los espectáculos artísticos.
En México, como en otros países latinoamericanos y prácticamente de todas las regiones del mundo, las y los jóvenes se están articulando y comienzan a movilizarse con demandas concretas largamente desatendidas o abordadas sin un enfoque desde y hacia las juventudes. Los Estados y las instituciones que típicamente trabajan cerca de este sector tienen frente así un reto que en el corto plazo puede convertirse lo mismo en problema que en oportunidad: ser capaces de interpretar las necesidades reales que ya no aguantan más: seguridad, vivienda, empleo, seguridad social, alimentación, atención a la salud, movilidad y otras más que muchos hoy siguen considerando como “cosas de adultos”.
Si los espacios que desde los gobiernos atienden estos temas no comienzan a enfocar alternativas y soluciones con la participación de las juventudes; si las instituciones de educación superior no atienden a sus jóvenes a partir de reconocer que la atención a las juventudes no se limita a entretenerles para llenar espacios y momentos de forma efímera, sino comenzar a abrir la brecha de su futuro fuera y después de su condición de estudiantes; si las empresas y las industrias no comprenden que la generación de riqueza y la construcción de mercados debe de considerar el desarrollo pleno del capital humano y no el mero pago de mano de obra barata y sin derechos, el reto se convertirá en un problema con visos de calamidad. Si, en cambio, los actores que hoy pretenden reducir las demandas de las juventudes a cuestiones biológicas, psicológicas o anímicas asumen el reto con perspectiva y altura de miras y se arrogan con convicción la responsabilidad que su papel en la sociedad les asigna, el reto se materializará como una oportunidad atendida con el mayor de los éxitos.
México, su gobierno, instituciones, empresas e industrias están a tiempo para tomar decisiones y asumir definiciones que sirvan para forjar el inicio del derrotero que quienes en unos años dejarán de ser jóvenes habrán de emprender. El tamaño del reto es enorme. La consecuencia de derivarlo en problema podría ser de gran complejidad. La recompensa por asumirlo como oportunidad garantizaría un triunfo mayúsculo. La pelota está en la cancha de “las adulteces” que con su tozudez o audacia cambiarán el futuro de México.
Profesor y titular de la DGACO, UNAM
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