
La crisis forense que atraviesa México es, ante todo, una manifestación extrema de la crisis humanitaria más profunda que vive el país desde hace al menos dos décadas: la desaparición de personas. En un Estado constitucional, la ausencia de verdad, de búsqueda eficaz y de identificación digna de quienes han sido arrebatados a su comunidad constituye una falla estructural que se inscribe en el núcleo ético de la vida colectiva. No se trata simplemente de la acumulación de cadáveres en instalaciones rebasadas; se trata del silenciamiento del Otro, del borramiento del rostro que, como diría Levinas, es siempre una interpelación ética anterior a cualquier institución o norma.
La desaparición de personas sigue siendo quizá la violación de derechos humanos más devastadora de la vida pública mexicana. No solo por los números -que aun con sus imprecisiones rebasan cualquier parámetro aceptable en un país no formalmente en guerra-, sino por la opacidad estructural del propio Estado para registrar, clasificar y comprender la magnitud del fenómeno. El registro nacional es insuficiente, discontinuo y, por momentos, políticamente manipulado; los registros estatales están dispersos, utilizan metodologías distintas y carecen de auditorías técnicas independientes.
A ello se añade la profunda insuficiencia de las comisiones estatales de búsqueda, cuya capacidad institucional es desigual y, en general, claramente limitada. Las búsquedas dependen mayoritariamente del impulso de las familias y de los colectivos. En vez de constituir un sistema articulado, profesionalizado y dotado de autoridad técnica, lo que existe es una serie de esfuerzos fragmentados que, además, no dialogan adecuadamente entre sí. La relación entre el Estado y la sociedad civil organizada -particularmente las madres buscadoras- ha sido tensa, e incluso hostil. Puede decirse que el Estado mexicano, en sus distintos niveles de gobierno, no ha logrado constituirse como un aliado confiable para quienes buscan a sus seres queridos; y esa incapacidad no solo es política, sino moral.
La crisis forense, como dimensión específica y visible de este horror, revela la incapacidad del Estado para garantizar el derecho a la verdad. En términos criminalísticos, el esclarecimiento del “cómo”, “cuándo” y “dónde” de la desaparición es un prerrequisito básico para la investigación penal. Sin embargo, los servicios periciales carecen de personal suficiente, de infraestructura adecuada, de laboratorios acreditados y, sobre todo, de protocolos unificados que permitan reconstruir científicamente los hechos. El país enfrenta un déficit histórico de antropólogos forenses, genetistas, odontólogos y peritos especializados en prácticamente todas las ramas.
Pero la crisis forense no se limita al ámbito de la ciencia. Es también y, sobre todo, una crisis ética. Miles de cadáveres permanecen apilados en cámaras frigoríficas colapsadas, en contenedores improvisados, o incluso en fosas comunes administradas de forma irregular. Se trata de cuerpos que no han sido tratados con el respeto elemental que merece la dignidad humana. Según Levinas, el rostro del otro irrumpe como imperativo ético absoluto: un llamado que impide reducir al ser humano a objeto o cifra. Sin embargo, en México, los cuerpos no identificados han sido convertidos en evidencia, en bulto, en estadística. Son despojados de su singularidad, de su historia, de su nombre.
A ello se suma la incapacidad estructural del Estado para garantizar la investigación criminal que permita reconstruir la cadena causal de las desapariciones. Las fiscalías no han desarrollado metodologías especializadas para investigar este tipo de delitos, las unidades específicas suelen estar saturadas y los procesos de coordinación entre áreas periciales, policiales y ministeriales son extremadamente deficientes. La consecuencia es devastadora: la gran mayoría de los casos permanece impune. Sin verdad criminal ni verdad histórica, las familias viven en una temporalidad suspendida, sin duelo posible, sin cierre, sin horizonte. La desaparición, como forma extrema de violencia, produce un vacío ontológico: destruye la continuidad biográfica tanto de quien desaparece como de quienes le buscan.
Finalmente, la crisis forense expresa la incapacidad de las autoridades para garantizar la no repetición. Cada año, el número de personas desaparecidas aumenta; cada año se registran cifras históricas; cada año se acumulan más restos sin identificar. La prevención, como dimensión central del derecho a la no repetición, ha sido prácticamente inexistente. Esta realidad debe interpretarse como el síntoma de un Estado fracturado en su capacidad de producir orden legítimo; pues la violencia ya no aparece como excepción, sino como forma ordinaria de regulación social impuesta por actores armados que disputan al Estado, no solo el control territorial, sino la definición del valor de la vida humana. La crisis forense revela que el Estado ha perdido, de manera alarmante, su rol de garante último del vínculo social.
Frente a ello, la filosofía levinasiana del rostro ofrece un horizonte ético imprescindible. Cada persona desaparecida, cada cuerpo sin identificar, recuerda al Estado y a la sociedad que su primera obligación es responder a la vulnerabilidad absoluta del otro. El rostro exige reconocimiento, nombre, memoria, restitución. En la medida en que México no sea capaz de reconstruir sus instituciones forenses, fortalecer la búsqueda, profesionalizar la investigación y establecer mecanismos de verdad, seguirá fallando respecto del fundamento mismo de su vida colectiva.
La crisis forense es la dolorosa expresión de un país que ha permitido que miles de rostros queden sin voz. Superarla implica reconstruir no solo instituciones, sino la ética pública de la responsabilidad. Porque mientras haya un solo cuerpo sin identificar, mientras haya una sola madre buscando a sus hijas o hijos en una morgue saturada, la garantía constitucional de dignidad humana será solo una promesa incumplida.
Investigador del PUED-UNAM