
Continuamos con la reseña de inquietudes respecto al cuarto de siglo que está por terminar.
Una de las características de la economía que se aceleró en estos 25 años fue la globalización de la producción, que tuvo efectos positivos en el comportamiento económico general, pero que implicó algunas disrupciones sociales, que han tenido consecuencias.
La disgregación de distintas fases productivas en diferentes países implica un ataque patronal contra los trabajadores. La desarticulación del proceso productivo desarticula también al obrero colectivo, único capaz de presentarse como alternativa de dirección a la patronal.
Junto con ello, el proceso de cambio de los sectores productivos dominantes (las industrias tradicionales dan paso a las nuevas, guiadas por la informática) implicó un recambio en la clase trabajadora del mundo. Mientras que nuevas generaciones de técnicos especializados y trabajadores intelectuales ingresaron al mercado de trabajo en los países desarrollados, en los que se integraron de manera subordinada se dio un proceso de calificación parcial de la fuerza de trabajo, con su consiguiente abaratamiento relativo.
La lógica de no intervención económica del Estado, a su vez, provocó que muchas zonas industriales de los países ricos, otrora prósperas, tuvieran una baja sensible en el nivel de vida: los llamados “cinturones del óxido”.
El cambio de motores económicos implicó también un cambio regional, dentro de los países desarrollados, con la correspondiente atracción y expulsión de población, en migraciones tanto nacionales como internacionales. En busca de un mejor nivel de vida, habitantes de los “cinturones del óxido” se mudaron a zonas que prometían más prosperidad y un número creciente de personas de los países menos desarrollados, en donde se competía a partir de la baratura de la mano de obra, o de plano no había empleo, intentó pasar a las naciones ricas.
El optimismo de principios de siglo suponía que, a la globalización de la producción, el comercio y el consumo, terminaría correspondiendo una apertura gradual de las fronteras también para las personas. No fue tan claro. El capital y las mercancías tenían una movilidad cada vez más libre, pero el movimiento de las personas implicaba disrupciones en los mercados laborales difíciles de sostener políticamente.
Adicionalmente, la disminución de la fecundidad en la mayor parte del mundo contrasta con que el boom poblacional continúa en regiones como el África subsahariana, el Medio Oriente y Asia central. El menor nivel de escolaridad de las zonas que expulsan migrantes respecto a las necesidades de las que los podrían acoger, las diferencias culturales y las implicaciones políticas de tener sociedades con ciudadanos con plenos derechos conviviendo con grandes grupos de trabajadores que no gozan de todos ellos, en particular de los derechos políticos, crean un coctel complicado.
A eso se sumó otro factor importante en este cuarto de siglo que termina: la aparición, desde el atentado contra la Torres Gemelas, del terrorismo islámico como amenaza general para Occidente. Las tensiones bélicas, culturales y raciales han proseguido y no parecen tener final.
La combinación se traduce en: 1. La existencia de un sector de la población que se ha visto desplazado de antiguas seguridades: la del trabajo seguro y de por vida (ahora inexistente porque esa industria tradicional está a la baja, o precarizado por las nuevas condiciones laborales). 2. El miedo, ocasionalmente justificado, pero a menudo teñido de racismo, a que las diferencias culturales acaben con un modo de vida al que estaban acostumbrados. 3. El pulsante nacionalista, apretado por los políticos populistas de todos los colores, que tiene también un toque de nostalgia por un pasado que de todos modos no volverá.
Finalmente, está el factor de la preponderancia de las nuevas tecnologías, que genera al menos tres fenómenos: una creciente desconexión física con los lugares de trabajo, una menor necesidad de fuerza laboral respecto al capital invertido y un nuevo tipo de educación real, en donde la pantalla está sustituyendo la interacción con el maestro y en la que la información puede correr sin verificación alguna.
Si los dos primeros fenómenos pueden provocar tensiones políticas y sociales, el tercero, el de la información y la educación, parece capaz de producir un cambio cultural de gran relevancia. La escuela tradicional es cada vez menos capaz de atender las necesidades y de formar a las nuevas generaciones, y está creando en ellas un malestar cada vez más evidente. Podría decirse que hasta similar al que desarrollaron sus padres, sobre todo en materia económica y de estatus social, al sentirse desplazados de las antiguas seguridades del siglo XX.
Podemos tener una idea más o menos clara de cómo serán los próximos motores, podemos atisbar y medio imaginar cómo se moverán las distintas economías del mundo en los próximos años, podemos -tal vez- conjeturar sobre cuál será el futuro inmediato de la inteligencia artificial. ¿Pero podemos saber cómo se desarrollarán las mentes y los corazones de los niños de hoy, adultos del mañana, si la escuela no cambia a fondo? Podemos encontrarnos con un mundo en el que unos pocos saben moverse y la gran mayoría está desconectada en todos los sentidos, aunque esté pegada a la red.
Nos tocaron y nos tocarán -desgracia china- tiempos interesantes.
Rencores personales como política de Estado
La persecución política de que es objeto María Amparo Casar, en la que se aprovecha una añeja tragedia familiar para sacar raja contra una opositora, es uno de los momentos más indecentes que ha vivido la vida pública en los últimos años. Los rencores personales no deberían convertirse en política de Estado. Desgraciadamente, así de bajo hemos caído.
Twitter: @franciscobaez