Opinión

Adiós maestro, vuele alto, altísimo

Hace unos días me fui a despedir del querido maestro Manuel Campuzano. Así de fuerte se oye y así de fuerte fue. Los médicos tenemos la ventaja o desventaja de que sabemos reconocer cuándo alguien está a horas o días de morir. Y cuando ese alguien es también médico, se da la rara coincidencia de que ambos saben lo mismo. Es la segunda vez que me sucede. La primera fue con nuestro médico familiar, amigo de mis papás y a quien yo admiraba mucho: Jaime López Ortiz. La primera cirugía que vi en mi vida, cuando estaba en la preparatoria, fue con él. Desde que era niño me tuvo mucho cariño y siempre les reclamó a mis padres el no haber sido mi padrino. Supongo que su cariño tuvo que ver algo en mi decisión de ser médico. Cuando me fui a estudiar a Boston el posgrado, Jaime tenía un glioblastoma multiforme, un tumor maligno del cerebro, muy agresivo. Despedirme de él fue un momento especial porque ambos sabíamos que era un adiós, no un hasta luego.

Dr Campuzano

Dr Campuzano

Manuel Campuzano nació el 17 de febrero de 1925. Estudió medicina en la Facultad de Medicina de la UNAM, en el imponente recinto de la vieja escuela, antes palacio de la inquisición, en el centro histórico de la ciudad de México. Terminó la carrera el 11 de junio de 1949 y fue interno y residente del entonces naciente Hospital de Enfermedades de la Nutrición. Terminó su preparación como cirujano en la clínica Lahey de Boston. Regresó a México y se incorporó inmediatamente como cirujano en el Hospital. En 1964 fue nombrado jefe del departamento de cirugía y de 1982 a 1992 fue el director general del ya entonces Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán.

Con motivo de su cumpleaños 95, hace dos años, el Instituto ofreció un concierto en su honor. En la descripción del maestro que hiciera nuestro director general salieron a relucir las palabras “referente”, “maestro”, “ejemplo”, “pilar”, que describen claramente quien era Manuel Campuzano. Dio su vida al Instituto y a la medicina. Se convirtió en un pilar de la institución y en un ejemplo a seguir. Mi buen amigo Eduardo Carrillo dijo entonces sobre el maestro “los modelos a seguir son muy importantes en todos los aspectos de la vida, nos invitan a convertirnos en la mejor versión de nosotros” y nos recordó una frase que decía el maestro: “cuando se es joven, uno quiere ser, y a través de los años se percata que lo más importante es darse a los demás”.

Hace algunos años en un editorial que publiqué en este espacio sobre los pilares del Instituto dije que, si George Lucas fuera mexicano, en “la guerra de las galaxias” el maestro Yoda se hubiera llamado Manuel Campuzano. Era un hombre sabio, de gran corazón, siempre sonriente y presto a ayudarte a encontrar tu camino. Era el director general del Instituto durante el tiempo de mi residencia (1985 – 1990). Su puerta siempre estaba abierta. Nos conocía a todos por nombre de pila y discutía con nosotros los casos clínicos de igual a igual, como si no fuera un cirujano excepcional, con 35 años más de experiencia que nosotros en ese entonces. Cuando pasábamos por la dirección nos asomábamos y al vernos en el umbral nos decía. - pásenle, cuéntenme cómo les ha ido. Terminó su periodo de director cuando yo estaba en el posgrado en Boston, pero se aseguró de dejar lista una plaza de investigador para mi regreso a México. Siempre le estaré agradecido.

Que tristeza la muerte del maestro Campuzano, pero que alegría haberlo tenido en mi vida y que gusto me da haberle podido demostrar en múltiples ocasiones el cariño y agradecimiento, como en la comida de la amistad cuando el Instituto cumplió 70 años que Eduardo Carrillo y yo hicimos nuestra fotografía que llamamos “beso a Campuzano”.

Cuando me despedí del maestro estaba con somnolencia, pero al hablarle abría los ojos y respondía moviendo la cabeza en signo de agradecimiento. Le tomé la mano izquierda y le dije: maestro, ya sabe que lo quiero mucho. Estoy y estaré siempre agradecido con usted por su confianza y el apoyo que me dio en el Instituto. Sin usted mi carrera no hubiera sido lo que es. Muchas gracias de corazón maestro. Asintió con la cabeza y me regaló una sonrisa que me hizo saber que el mensaje había llegado. Se quedó dormido casi de inmediato. Fue la última vez que hablé con él. Dos días después falleció en el Instituto, que en esta ocasión particular se puede decir que falleció en su casa. Estaba rodeado de su familia y de varios de nosotros.

El velorio aconteció en el vestíbulo del auditorio del Instituto, honor que sólo se había concedido al maestro Salvador Zubirán. Gracias a que nos lo permitió la pandemia, se pudo ir acompañado de decenas de gente que lo querían mucho. Residentes, adscritos, enfermeras, investigadores, familiares. Hubo palabras muy emotivas de nuestro director general, de varios miembros de la comunidad del Instituto y de familiares. Al final, su linda hija Beatriz nos leyó una carta que nos dejó escrita para despedirse.

Maestro, me tomo el atrevimiento de por esta única vez, hablarte de tú. Manuel, fuiste un gran médico y persona. Fuiste muy hábil con las manos. Construiste e inventaste instrumentos quirúrgicos y realizaste centenas de cirugías en beneficio de un sin número de enfermos. Pero tu bonhomía y calidez humana hizo que fueras mucho más hábil con el corazón, con el que construiste cariño e influiste en tantas y tantas vidas que se cuentan por montones. Mi eterno agradecimiento, descansa en paz. Me robo la frase que escribió mi hijo Diego para la muerte de un amigo suyo: “Mi amor por ti es eterno, maestro, vuela alto, altísimo y un día te alcanzo”.