Opinión

De Almudena, y del exilio y la envidia.

Me apuro, ahora que se ha terminado el semestre escolar en la UNAM (y que debemos los profesores empezar a calificar trabajos) a leer a escritores que no sean mexicanos. Enseño literatura mexicanas contemporánea y lo mío es leer lo más reciente con mis alumnos. En una de mis clases, justamente la de literatura mexicana de hoy, ocurrió algo extraordinario, las alumnas invitaron a poetas mexicanas jóvenes, muy jóvenes, a conversar y a leerlas en clase. Resultó una gran sorpresa descubrir el hálito poético de las novísimas poetas, su juegos metafóricos, el ritmo que cada una imprime a los poema y sus imágenes sobre el cuerpo femenino, siempre receptor y muchas veces violentado. Ya hablaré de ellas en otra entrega. El caso es que, a través de los años, he leído a Almudena Grandes de manera caótica, entre otras cosas por mi predilección por la literatura anglosajona. Llegan las vacaciones y leo a los (as)estadunidenses, a las (os) canadienses y los (as) ingleses.

elcultural.com

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Esta introducción es para abordar someramente la obra de Almudena Grandes , quien apenas murió el 27 de noviembre a los 61 años de edad. Le quedaban varios años de producción y de labor (ahora voy a usar una palabra de los setenta y ochenta) concientizadora sobre los estragos del franquismo en España y de la llamada Transición, que sin duda ocurrió después de que murió el dictador y que los diferentes grupos políticos en el exilio, sobre todo en Francia, volvieron a España y aquello se aireó, no nada más en torno a la política sino en torno a la rígida moral franquista y la Iglesia sino en un asunto capital: los españoles pasaron a regirse por una Constitución que restablecía la democracia. Se avivaron las cortes y, aunque no ocurrió todo de un plumazo, poco a poco el fantasma de Francisco Franco, el siniestro dictador, asesino de miles de republicanos, homofóbico, cazador y amante de la sangre, fascista y autodenominado caudillo por la gracia de Dios, se esfumó, a pesar de que había planeado durante sus últimos años la perpetuación de su dictadura. Por fortuna no le salió como quería. Aquí comenzó “el pacto del olvido”, con la idea de cambiar hacia delante sin odios ni venganzas ni derramamiento de sangre.

El problema es que las generaciones nuevas no se enteraron de mucho de la historia contemporánea española. Almudena, en cambio, comenzó a hurgar en ese pasado y a contar lo que había sucedido. Comenzó a escribir a los 29 años y no paró. Era una escritora prolífica de libros voluminosos, inteligente, inclinada hacia la izquierda. Leer copiosamente la había hecho penetrar en la España silenciada, cuyo pasado comienza a desenterrarse literalmente en los últimos años.

Hace tiempo leí Las edades de Lulú ( Tusquets 1989) una novela erótica de sexo y amor, lograda con gracia. El año antepasado, me sumí en la lectura de Los pacientes del doctor García (Tusquets, 2017), parte balzaciana de lo que ella llamó Episodios de una Guerra Interminable, que contiene seis libros enormes, importantes, bien escritos y que nos muestra cómo se vivieron en España muchos de los acontecimientos durante la Guerra Civil y durante la posguerra. También escribió sobre la España actual, según ella donde abundan las “horteras y los borricos” alentados más por el consumismo que por otras razones.

Ahora leo El corazón helado (Tusquets, 2007). El personaje de Raquel y su familia se encuentran exiliados en Francia y ansían volver a España. En lo personal me parece interesantísima porque se plasma una visión del exilio y yo soy hija de exiliados españoles, nacida en México. Publiqué Ya sabes mi paradero (Plaza y Janés, en 2005) y, aunque la novela tuvo eco y se escribió sobre ella, no la volvieron a imprimir. Mi propósito residió en situar al exilio español en una cultura realmente diferente. Francia, fuera del idioma, no se encontraba lejos de España. México sí. Entonces me doy cuenta que esta versión, la de mis padres y mi novela, no se conoce del todo en España. A lo mejor soy una envidiosa siniestra y Almudena cae sobre mí como la gran escritora que es, dejándome empequeñecida. O, a lo mejor, los españoles “concientizados” no acaban de imaginar lo que significó el exilio en sitios distantes. Por ejemplo, bajo la batuta de don Martín Luis Guzmán, con quien mi padre trabajó gran parte de su vida (papá era jurista y fue magistrado de la Suprema Corte de Justicia durante la República) aprendió a leer a los escritores mexicanos, a interesarse por Mesoamérica y sus civilizaciones, mientras añoraba hasta la acedia a su España perdida. Mi mamá se acostumbró y al final de su vida aprendió groserías que le enseñó su yerno Héctor Suárez y las utilizaba con soltura.

En fin, me refiero a un exilio muy distinto al francés que no requirió de cruzar el Atlántico, al que vivió, por ejemplo Santiago Carrillo, que fungió como secretario general del Partido Comunista español de 1960 hasta 1982. Mi padre murió sin volver nunca a España. Mamá viajó allá a partir del año 60, varias veces. Lo que quiero decir es que hay una historia distinta que contar. Yo escribí mi parte, la gran Almudena, la suya, pero, aunque se parezcan no son lo mismo. Para empezar, mi identidad, como la de mi hermana Pepita, que nació en España durante un bombardeo, es absolutamente mexicana.

Sí , me corroe la envidia, qué vamos a hacerle. Quisiera que Ya sabes mi paradero se leyera todavía.