Opinión

El Estado arrodillado

La presidente municipal de Tijuana ha ofrecido uno de los testimonios más humillantes que se hayan registrado del sometimiento del gobierno a los delincuentes.

Veinte carros incendiados esta semana en BC

Veinte carros incendiados esta semana en BC

Omar Martínez

“No vamos a permitir que un solo ciudadano tijuanense pague las consecuencias de quienes no pagaron sus facturas” dijo el viernes, en un video en Facebook, la alcaldesa Montserrat Caballero Ramírez. La culpa del terror criminal en Tijuana, según ella, no es de los delincuentes sino de comerciantes e industriales que no han cedido a sus extorsiones.

Caballero, que fue diputada local por Morena y el año pasado ganó la alcaldía postulada por ese partido, insistió: “Al crimen organizado, a quienes están cometiendo estos delitos… les pedimos que cobren las facturas a quienes no les pagaron lo que les deben, no a las familias, no a los ciudadanos que trabajan, porque también nosotros estamos vigilantes de ello”. Ese 12 de agosto, el crimen organizado incendió vehículos y establecimientos en Mexicali, Ensenada, Rosarito, Tecate y Tijuana.

Las fuerzas policiacas y militares han sido incapaces para contener la expansión del crimen organizado en cada vez más zonas del país. Todo eso lo sufren y saben miles de mexicanos. Pero cuando la alcaldesa de una ciudad de 2 millones de habitantes se refiere a las extorsiones de los cárteles con tan pusilánimes declaraciones, expresa la rendición del Estado frente a la delincuencia.

De manera más elemental, Caballero manifiesta el reconocimiento del presidente López Obrador a los capos de la delincuencia. Sin embargo, por mucho que se hable de abrazos en vez de balazos, las fuerzas de seguridad tienen que responder a las crecientes agresiones de las pandillas criminales.

Entre la noche del martes 9 y la mañana siguiente, murió una persona y fueron quemadas 25 tiendas Oxxo durante los incendios y bloqueos ocasionados por delincuentes en Jalisco y Guanajuato. El jueves en Ciudad Juárez la riña en un penal fue seguida por balaceras contra pequeños comercios. Fueron asesinadas al menos diez personas, entre ellas cuatro trabajadores de una radiodifusora. La tarde del viernes ocurrieron los hechos de terror en Baja California. En Zitácuaro, Michoacán, un comando disparó el sábado contra una gasolinera y la incendió.

Las causas de esas agresiones son variadas, hasta donde se puede saber. En algunos casos se trata de rencillas entre grupos delincuenciales, en otros de intentos para evitar la aprehensión de algún jefe criminal. El común denominador de todos esos episodios es la incapacidad del Estado para evitarlos.

El viernes el presidente López Obrador, después de los crímenes en Ciudad Juárez, dijo: “ojalá no se repita”. No puede asegurar que no se multiplicarán tales episodios y mucho menos comprometerse a frenar la impunidad delincuencial. No tiene una política contra los criminales. En vez de ello, ha acuñado un mantra que repite obsesivamente: hay que mantener a la Guardia Nacional bajo control militar.

La GN ya está manejada por militares. Un transitorio constitucional, aprobado en 2019 con la irresponsable complacencia de la oposición, autoriza al presidente a disponer, de manera “extraordinaria”, la participación de Fuerzas Armadas en tareas de seguridad hasta marzo de 2024. Ahora López Obrador quiere abatir ese plazo y que la Guardia Nacional quede adscrita a la Secretaría de la Defensa. La misma Constitución indica que debe formar parte de la Secretaría de Seguridad Pública.

El presidente quiere eludir a la Constitución con un decreto, para que la Guardia Nacional dejar de formar parte de esa Secretaría. Sería una medida ilegal, pero además inútil. La Guardia Nacional ya es controlada por el Ejército. El 77% de sus 102 mil integrantes son soldados y marinos que siguen adscritos a las secretarías de la Defensa y Marina. Solamente 23 mil efectivos forman parte directamente de la GN, según una indagación de Animal Político en febrero pasado. Mandos y administración de la Guardia son militares. Y no por ello contiene a la delincuencia.

El presidente dice que el Ejército debe seguir a cargo de ella para evitar que la Guardia Nacional se corrompa. Pero él mismo ha expuesto a nuestras Fuerzas Armadas a riesgosas posibilidades de corrupción, al encargarles que construyan obras públicas y cumplan variadas tareas de gobierno. Muchas de esas obras se realizan sin licitaciones ni transparencia y al margen de las reglas diseñadas, precisamente, para evitar la corrupción.

La intención de perpetuar la supeditación de la Guardia Nacional a la Sedena se debe a un absurdo capricho del presidente, o a una exigencia de los mandos del Ejército. En todo caso implica una ilegal y gravísima militarización que, por otra parte, no remedia la impunidad y el crecimiento de la delincuencia.

Una política de Estado requiere voluntad del gobierno, inteligencia de las fuerzas de seguridad y diálogo con la sociedad. También hace falta que los gobernantes abandonen la resignación que demuestran frente a los capos criminales como la alcaldesa de Tijuana, que les pide a los delincuentes que sean justos.

ALACENA: Por Rushdie, contra la intolerancia

El atentado contra Salman Rushdie es consecuencia de la intolerancia llevada a su más drástico y criminal extremo. Cuando hay quienes consideran que sólo sus convicciones deben ser conocidas y determinan que cualquier punto de vista diferente ha de ser combatido y expulsado de la escena pública, es indispensable reivindicar el derecho a la diversidad y la libertad.

En 1989, cuando el despótico ayatollah Jomeini decretó la persecución contra el autor de Versos satánicos, el escritor Christopher Hitchens, hoy por desdicha desaparecido, escribió: “Entre las respuestas de una sociedad liberal a esta afrenta directa, se ha dicho demasiado acerca de las susceptibilidades ofendidas de los religiosos y muy poco sobre el derecho absoluto a la libre expresión y la libre investigación. Uno puede y debe ser 'absoluto' al respecto”. (“Now, Who Will Speak for Rushdie?”, NYT, 17 de febrero de 1989). Hitchens decía que, a diferencia de otros absolutismos, era indispensable garantizar “en lugar de limitar, los derechos de todos, incluido Jomeini, a ser escuchados y debatidos”.