Opinión

Atmósfera de la guerra fría

El 23 de noviembre de 1963 mi mamá y yo llorábamos frente al televisor. El día anterior el presidente de Estados Unidos, guapo y joven, había sido asesinado. Cuando Kennedy hizo una visita de estado a México, en compañía de Jacqueline, su esposa, mi hermana Pepita, acompañaría a Mrs. Kennedy en sus diversos compromisos o en varios de ellos. Yo era niña, púber, y admiraba a Pepita más que a Jacqueline Kennedy o que a cualquier personalidad femenina de aquel tiempo. Parte de esto lo cuento en una novela, Sellado con un beso, publicado por Plaza y Janés, 2005. Mi idea en ese libro era evocar la atmósfera de la Guerra Fría en un colegio de origen estadounidense a principios de los años sesentas. Tanto en la vida como en la novela Pepita, que tenía otro nombre en mi historia, tuvo un accidente de coche y se rompió una pierna, de tal manera que no pudo escoltar a Jacqueline. Fue una pena y todos en la casa lo lamentamos.

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Mi papá había insistido mucho en nuestra educación en inglés. Era un exiliado español, intelectual, que pensaba que el futuro se encontraba en los Estados Unidos. Creo que lo he contado aquí: a finales de los años cuarentas cuando yo no existía, quiso postularse, como abogado que era, en un puesto de la ONU (supongo), donde trabajaría en leyes internacionales. No lo contrataron (o así iba la narrativa familiar) porque en su curriculum vitae incluyó que había pertenecido al Partido Comunista en España, con el cual había roto rotundamente en algún momento. Eran aquellos tiempos del macartismo, así que mi familia se quedó en México y después yo nací aquí y me tocó la época del lema “Cristianismo sí, comunismo no” que muchos coches llevaban como emblema en el cristal trasero y expresaban la creencia de las clases medias.

En el colegio, las niñas jugábamos beisbol, sin bola verdadera y sin bat, y, entre otros juegos había uno donde escogíamos representar a un país y por turno nos declarábamos la guerra. Resultaba muy divertido pero ya no me acuerdo exactamente cómo se ganaba el juego. La hija del presidente de México, Avecita López Mateos, trabajaba en la escuela. La vida transcurría sin sobresaltos, feliz desde mi perspectiva, y una de mis amigas ricas tenía una cama redonda, como platillo volador, en su habitación. La envidiaba a profundidad.

Todos hablábamos acerca de los teléfonos rojos del presidente de Estados Unidos y del Soviet supremo en la URSS que podían sonar para advertirse uno al otro de una guerra atómica. Decíamos los niños, no sé por qué, que ante tal evento, habría que refugiarse en Mérida, Yucatán, sitio en el que los perniciosos efluvios de la bomba siniestra no llegarían. Me preocupaba que mis padres no supieran viajar hasta allá, porque sólo paseábamos en Cuernavaca, a donde nos invitaban Miguel Zacarías y su esposa Herlinda Bustos. Mis mejores amigas eran las gemelas Zacarías. A fin de año, no había otro lugar en toda la república mexicana que Acapulco. Mi papá adoraba esa bahía espléndida y siempre llevábamos a los perros con nosotros. Rentábamos un departamento o una casita amueblados.

Pero regreso al 23 de noviembre de 1963. Mi madre y yo nos encontrábamos mirando la televisión a moco tendido. Jacqueline Kennedy llevaba a sus pequeños hijos, toda vestida de negro, con un velo transparente que le cubría la cara durante la ceremonia de la muerte de su marido, el presidente de los Estados Unidos de América. Papá entró al despacho, donde teníamos también el televisor, y nos contó a mamá y a mí sobre la intentona de invasión gringa en Playa Girón, Cuba, en la margen oriental de la Bahía de Cochinos, al centro sur de la isla. Fue la primera vez en mi vida que entendí lo que significaba una invasión, que en este caso resultó totalmente infructuosa. El propósito de esa operación militar, en la que tropas de cubanos exiliados, sustentados por el gobierno de Estados Unidos, intentaban invadir y crear un gobierno provisional sin Fidel Castro, residía en abortar a la revolución.

En menos de 65 horas fracasaron en aquella primavera de 1961. Las milicias y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba ganaron la partida, lo que satisfacía el corazón izquierdista de mi padre. Entonces no se sabía que Fidel se convertiría en un tirano.

Hoy lo sabemos. Castro fungió como un represor, igual que Raúl, el hermano que lo sucedió y luego Miguel Díaz Canel, presidente de Cuba.

El punto aquí es Ucranía, un país soberano, que de pronto se ve asediado por tropas rusas dentro de su territorio. Vladimir Putin, el presidente de Rusia ha invadido Ucrania por miedo a que este país sea auspiciado por la OTAN, organismo que se creó, entre otros asuntos fundamentales, para detener a la lejana Unión Soviética. Lo conforman países de Europa y Norteamérica que toman en sus manos asuntos de seguridad.

No pocos atentos seguidores de AMLO creen que hay que auspiciar las medidas de Vladimir Putin, quien piensa que , con Ucrania, defenderán a la Rusia que ansía el dominio que antes tuvo bajo la Unión Soviética.

Mientras tanto Ucrania, bajo el liderazgo de su presidente Volodímir Zelenski, se juega la independencia de su país. Zelenski es un hombre inteligente y sencillo, que fue comediante (como el gran Charlie Chaplin, siempre fiel a sí mismo), y que recibió el voto mayoritario de su país. Su permanencia en Ucrania, y en la capital de Kyiv implica compromiso y lealtad a su pueblo. Los ucranianos luchan con él, mientras nuestros cuadros de dizque izquierda en México lo tachan de payaso, de líder mediático. ¿No sabrán que Putin se debe a un capitalismo voraz y a un poder que quiere ser absoluto y abusivo? ¿O es que eso quieren?