Opinión

¿Cómo se combate la corrupción? La reforma de la función pública. Parte 2.

El discurso ha sido contundente: La corrupción se combate barriendo de arriba hacia abajo y con el ejemplo del líder, quien con su honestidad que se atribuye él mismo, se cree que es suficiente para evitar que haya servidores públicos que desvíen recursos presupuestales del interés general en beneficio personal, de familiares, amigos, conocidos, aliados políticos, socios o promotores del voto, sin embargo, el discurso no ha sido efectivo y hay indicios expuestos en los medios de comunicación en los que se exhibe a cercanos al presidente cometiendo actos de corrupción.

Con independencia de los escándalos periodísticos y las exculpaciones públicas, la corrupción debiera combatirse en forma institucional con procesos ciertos y permanentes de revisión del ejercicio de los recursos económicos del estado para que esta fuera efectiva, lo que implica la adopción de un modelo organizacional y administrativo que preferentemente debiera ser preventivo de desviaciones.

El gobierno de la autollamada 4T, al estilo de los años ochenta del siglo pasado que propuso la renovación moral de la sociedad como mero recurso demagógico, impulsó la austeridad republicana que evolucionó a la pobreza franciscana y a la anorexia presupuestal en áreas claves de la Administración Pública Federal (APF) con aumento significativo en las obras emblemáticas del sexenio.

En un sentido similar, el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) enfrentó una crisis económica provocada por los populismos autoritarios de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982) con medidas de austeridad drásticas que redujeron el aparato gubernamental al mínimo y produjeron la desincorporación de activos improductivos y onerosos para el erario por su operación deficitaria.

Sin embargo, el gobierno de López Obrador ha caminado en sentido adverso con su austeridad republicana, ya que aumentó las plazas operativas -gasto corriente heredable al próximo gobierno-, invirtió en infraestructura pública con baja productividad y alto riesgo de tener una operación deficitaria y ha impulsado empresas públicas limitando la participación de los particulares en la gestión de lo público, tanto en lo económico como en lo altruista.

En esta lógica, el modelo de administración adoptado desde la reforma de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal de 2018 fue centralizador y se concentró en las oficinas de la presidencia el nombramiento de los titulares de comunicación social, de los responsables de las tecnologías de información y comunicación, asi como de los delegados de los programas sociales. También se centralizaron los nombramientos de los responsables de las áreas jurídicas en la Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal, de los contralores en la Secretaría de la Función Pública (SFP) y de las unidades de administración y finanzas en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), que fue la responsable de las compras consolidadas de la APF, especialmente los medicamentos.

La estrategia para el combate a la corrupción fue focalizar los esfuerzos de la SFP y los órganos internos de control en las auditorías, las denuncias de los “soplones” y el fincamiento de responsabilidades con lo que quedó de manifiesto que lo importante era la persecución, más que la prevención. A pesar de las voces que se alzaron para llamar la atención sobre su inconveniencia, esta estrategia se mantuvo a pesar que los resultados fueron casi nulos.

El secretario Roberto Salcedo dio marcha atrás a muchas de las acciones destructivas de su antecesora Eréndira Sandoval y ordenó la casa, pero fue imposible ocultar el fracaso del modelo centralizado en la SHCP y se propuso una reforma al modelo de gestión con el que inició este gobierno con tres rasgos fundamentales: a) la SFP llevará a cabo la contratación pública y la revisión de la misma, lo que es un sinsentido para la prevención del combate a la corrupción; b) los órganos internos de control se clasifican en dos: los especializados que operan desde las oficinas centrales de la SFP y los específicos que actúan dentro de las estructuras de las entidades públicas, y c) las actividades de fiscalización, control interno, evaluación de la gestión pública y aplicación del régimen de responsabilidades administrativas se resolverán verticalmente desde las oficinas centrales de la SFP.

Es prematuro conocer el resultado de esta reforma de la función pública, pero es previsible que el excesivo centralismo provoque cuellos de botella y “sospechosismo”, cuando un asunto no se atienda con celeridad. ¿La corrupción se combate centralizando o fusionando la actividad de contratación con la de fiscalización de la misma o creando una super SFP con una muchos órganos centrales y áreas para el trámite en las entidades y dependencias? ¿Es oportuno un cambio de esta naturaleza al final del sexenio? ¿Debilitar a la función pública, a los órganos internos de control y a los procesos que efectúan a quien beneficia? Más verticalismo en la asignación de recursos presupuestales y en la verificación de su ejecución no es el camino para el combate a la corrupción.

Investigador del Instituto Mexicano de Estudios Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales

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