Opinión

Confiarle las riendas a Faetón

En la compilación de mitos griegos y latinos realizada por Ovidio en su obra Las metamorfosis, hace poco más de dos mil años, se encuentra el relato de Faetón, hijo del dios Febo, cuya impericia e imprudencia, pusieron en riesgo la existencia de la vida en la tierra y del universo mismo.

Faeton

Faetón

Todo empezó un día en que Faetón se jactaba de ser hijo del Sol. Lo hacía frente a un joven de su edad de nombre Épafo, quien harto de la presunción de superioridad de su amigo le recomendó que no creyera todo lo que le decía su madre, ni que anduviera atribuyendo la paternidad a un progenitor que no era el suyo. Ante tal afrenta, Faetón corrió iracundo y avergonzado a encontrarse con su madre, Climene, para exigirle la verdad. Si es cierto que tengo un origen divino -suplicaba a su madre el joven- dame una prueba de mi gran linaje, una señal de quién es mi verdadero padre. Climene le juró a Faetón que efectivamente había nacido del Sol y que, si tanto le incitaba en su corazón la duda, le dijo que fuera a interrogarlo él mismo. Faetón alcanzó con su mente las regiones etéreas y corrió de inmediato, impaciente, al lugar por dónde sale diariamente su padre.

Faetón llegó al lujoso palacio del Sol y se entrevistó con él. Custodiando el trono de Febo y como testigos del encuentro, estaban de pie, el Día, el Mes, el Año, los Siglos y las Horas. Allí permanecían también las cuatro estaciones. Faetón hizo la pregunta que le inquietaba y Febo le contestó: tú no eres digno de que se niegue que eres mi hijo y para que no dudes más pide el favor que quieras y te lo concederé, lo juro por las aguas de la Estigia. Apenas había escuchado el juramento, el hijo le pidió conducir por un día el carro con el que su padre atraviesa los cielos. El Sol quedó aterrado por la petición e intentó disuadirlo para que pidiera algo distinto. Confiarle las riendas de los caballos alados era lo único que le negaría. Le hizo ver los peligros que acarreaba conducir el carruaje para una persona como él, es una tarea que no está a la altura de alguien que no tiene el carácter ni la pericia. Es algo que Febo no le delegaría ni al propio Júpiter, el más poderoso del Olimpo. Le describió con detalle las dificultades de la travesía. Por la mañana, a pesar de que los caballos están descansados, les cuesta un mundo levantar el vuelo, venciendo las adversidades despegan poco a poco. Cuando están a medio camino, la mitad del cielo es muy alta y hay que soportar el vértigo que causa observar el mar desde esa altura. La bajada por la tarde tiene una pendiente muy inclinada y se necesita una mano segura y firme para no desbarrancarse y precipitarse en los abismos. La rotación del mundo es tan rápida y contraria al camino que se recorre que hay que luchar para que ese movimiento no vuelque el carruaje. Los corceles van tan exaltados por el fuego que llevan dentro y que exhalan por sus bocas y narices que no es fácil conducirlos.

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Febo se negaba a concederle ese deseo a su hijo y le insistía que pidiera algo adecuado a sus capacidades, le rogaba que razonara con mejor juicio. De nada valieron las súplicas y advertencias, entre más peligros y riesgos escuchaba, más se despertaba la curiosidad del joven y más ardía la ambición y su deseo de conducir el carro. Ante la insistencia de Faetón, al final Febo cedió en contra de su voluntad y en honor a su juramento.

Faetón tomó las riendas del carro cuando, desde el Oriente, la Aurora abrió lentamente las puertas del cielo. Atlante, el titán que sostiene al mundo, ordenó a las Horas que engancharan los caballos. Febo resignado y presintiendo la tragedia, justo antes de iniciar la carrera, alcanzó a dar sus últimos consejos. Que nada te distraiga mientras conduces, mantén firme las riendas, la dificultad estriba en contener el ardor. Sigue las huellas de las ruedas que están marcadas en el camino, no te cargues demasiado a los extremos, evita el polo austral y el polo norte. No bajes ni subas demasiado el carro para que el calor se distribuya por igual entre el cielo y la tierra. Si lo subes demasiado quemarás las moradas celestiales y si desciendes mucho, arderá la tierra; por el centro irás más seguro. Siempre respeta los límites que están puestos por la ninfa Hesperia. Las últimas palabras fueron para encomendar a su hijo a la Fortuna.

Los caballos sintieron al instante la gran ligereza del conductor y percibieron que las riendas no eran gobernadas por Febo sino por un auriga impostor. Reaccionaron con desconfianza, se precipitaron y abandonaron el camino de siempre. Se dejaron llevar por su fogosidad y se adentraron sin control en lugares nunca antes visitados. El propio Faetón se aterrorizó y no supo cómo tirar de las riendas que se le habían confiado, no sabía qué dirección tomar y aunque lo supiera, no tenía la habilidad para dominar a los excitados corceles. Y entonces sucedió todo lo que su padre había temido. Las estrellas se calentaron, los glaciares se derritieron, los océanos se evaporaron, las ciudades y sus moradores se consumían en cenizas.

La madre Tierra, ardiente e indignada por lo que sucedía, le exigió a Júpiter poner fin a esa calamidad que afectaba a todos por igual; le pidió hacer algo para reestablecer el curso del universo. Al atender el reclamo el dios arrojó un rayo fulminante y derribó el carro sin control. Faetón en llamas voló por los aires dejando una larga estela, como de vez en cuando hace una estrella en un cielo sereno. Erídano, uno de los ríos que cruzan el Hades, lo recibió y le lavó su rostro ahumado. En su tumba de piedra quedó grabado el epitafio: “Aquí yace, auriga del carro paterno, Faetón; como no pudo dominarlo, pereció por su audacia sin límites”