Opinión

Conflictos de interés

En 2015 tuvo lugar una gran iniciativa ciudadana que encabezó Transparencia Mexicana, en alianza más tarde con el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), en lo que popularmente fue la campaña #3de3, según la cual todo aspirante a un puesto de elección popular debía hacer públicas sus declaraciones patrimoniales, de intereses y de impuestos.

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Este movimiento ciudadano produjo la coalición de diversas organizaciones de la sociedad civil, para hacer de esa campaña una iniciativa de Ley, que a la postre se convertiría en la actual Ley General de Responsabilidades Administrativas (LGRA), iniciativa para la cual se exigía un mínimo de 120,000 mil firmas, que fueron ampliamente superadas por las 634,000 mil firmas ciudadanas que la respaldaron.

A partir de la entrada en vigor de la LGRA el servicio público sufrió una importante evolución. Habrá a quienes les parezca un sistema ineficiente o quienes piensen incluso que es inservible. Con respeto absoluto a tales opiniones, lo cierto es que se trata de un asunto serio. No solamente lo es porque del correcto ejercicio de una función pública dependen intereses, derechos, libertades y garantías colectivas, sino porque para quienes nos toca trabajar desde estas trincheras, constituye un cúmulo de responsabilidades que, créanme, nadie envidia desde la cómoda esfera de la privacidad. De esa ecuación jurídica ya hemos hablado en otro momento: mientras que el servidor púbico tiene un amplio catálogo de obligaciones y deberes, tiene uno muy reducido de derechos, justo de forma opuesta a lo que ocurre en el ámbito de los particulares, quienes tienen derecho a todo aquello que no esté prohibido expresamente por alguna norma.

Una de esas tantas obligaciones en el servicio público, nace de la LGRA que ordena observar, en el desempeño de cualquier empleo, cargo o comisión, una serie de principios como la legalidad, la objetividad, la imparcialidad y la honradez. Esos principios que podrían parecer una abstracta e irrealizable aspiración, no son tal, pues para cobrar vigencia efectiva, deben acompañarse de una serie de comportamientos concretos que permitan que aquellos se cristalicen. Ello ocurre, por ejemplo, cuando hablamos de los principios de imparcialidad y de objetividad, que cobran vida cuando un servidor público de cualquier nivel de gobierno, advierte una posible afectación a su desempeño imparcial y objetivo en razón de intereses personales, familiares o de negocios. Dicho de otro modo, cuando haya alguna motivación subjetiva que impulse la actuación del servidor público, lo mejor será abstenerse de hacer o decir algo que pueda ser indebido.

En el capítulo correspondiente a las faltas administrativas graves, junto a conductas como cohecho, peculado, desvío de recursos públicos y otros más, la LGRA reconoce la denominada actuación bajo conflicto de interés, cuando un servidor público intervenga por motivo de su empleo, cargo o comisión, en cualquier forma, en la atención, tramitación o resolución de asuntos en los que tenga conflicto de interés o impedimento legal. Esta falta administrativa tiene una explicación muy sencilla: nadie, por ninguna razón, debe aprovecharse un cargo público para obtener un beneficio o ventaja personal.

Si grazna como pato, camina como pato y tiene plumas de pato, aunque no es seguro, lo más probable es que se trate de un pato. Con el conflicto de interés ocurre algo similar. Ante la menor sospecha de conflicto de interés, el servidor público debe alejarse de tal escenario y abstenerse de intervenir, conocer o participar, en cualquier modo, en asuntos en los que no haya aún certeza de la existencia de un interés conflictual, sí subsista la posibilidad de su aparición.

La transformación que se pretende y que millones de mexicanos anhelamos, es un reto de grandes proporciones que no puede alcanzarse cometiendo, por acción o por omisión, con intención o sin ella, error tras error con vanos intentos de justificación. En algún punto de nuestras vidas todos erramos y no sólo es cívicamente loable el reconocimiento público de un yerro propio, sino humanamente válido equivocarse, reconocer el desacierto y, en la medida de lo posible enmendarlo, corregirlo o superarlo. Aferrarse a defender lo indefendible compromete severamente no sólo la razonabilidad del defensor sino, también y acaso más, su calidad moral y capacidad de arrastre.