Opinión

Conmemoraciones al modo de la Nueva España: sí se celebraron los primeros 100 años de conquista

En agosto de 1621, la ciudad de México se aprestó a celebrar los primeros cien años transcurridos desde la victoria de los españoles y sus aliados mesoamericanos sobre la poderosa Tenochtitlan. Medio milenio después el factor de la alianza que permitió la instauración del orden virreinal se ha desdibujado, pero en la conmemoración de ese primer siglo, era una situación todavía muy presente en la vida de la capital del reino, porque la cercana y orgullosa Tlaxcala se preocupaba de mantener vigente y pública la condición de aliada del rey de España, que se había establecido en los días en que Cortés hizo su aparición en estas tierras.

Foto: Especial

Foto: Especial

Una fina negociación logró que el gran festejo de esos cien años no fuera compartido con Tlaxcala. Sería la ciudad de México el escenario central de todo el ceremonial, porque se conjuntaban dos sucesos irrepetibles: el centenario de la victoria sobre los mexicas y el ascenso al trono del joven rey Felipe IV de España. Tlaxcala, que solía celebrar la memorable victoria el 15 de agosto, es decir, dos días después de la conmemoración en la capital, fue objeto de los buenos oficios de la poderosa orden franciscana, y accedió a posponer su festejo para el 4 de octubre, día de San Francisco.

Sin espectáculos o ceremoniales que deslucieran los festejos de la capital, la ciudad de México se apresuró con los preparativos, y el fasto de aquellas actividades resonaría en otras poblaciones del valle de México, que también harían lo suyo, pero en menor escala. Se sabe que el primer centenario de la Conquista fue también celebrado en Texcoco, en Chalco y en Xochimilco. Cargadas de un fuerte simbolismo, también se realizaron festejos en las ciudades de importancia que pertenecían al famoso Marquesado del Valle, es decir, las tierras vinculadas al título concedido a Hernán Cortés. Así, hubo fiesta y ceremonial en Coyoacán, en Toluca y en Cuernavaca. Pero los testimonios de aquellos días lo dejan muy claro: ninguna de aquellas ciudades superó el gasto y el lujo con el que se conmemoró en Tlaxcala y en la Ciudad de México. En todos los casos, eran los ayuntamientos de las ciudades los responsables de organizar todos los engranajes de la maquinaria del festejo.

No fue, contra lo que cabría suponer, una fiesta esencialmente española. De aquellas celebraciones participaron los indígenas que habitaban en las dos “repúblicas de indios” subordinadas a la ciudad de México: San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco. Esas poblaciones se gobernaban por los descendientes de los antiguos señores, naturales de estas tierras, pero, al cabo de un siglo, esas autoridades se subordinaban a la de la capital del reino, e incluso sus ingresos por el desempeño de las funciones de gobierno provenían de la autoridad de la ciudad de México.

CIEN AÑOS DE VICTORIA Y LEALTAD AL REY

Usualmente, el día 13 de agosto, aniversario de la caída de Tenochtitlan, se había convertido en la fecha señalada para llevar a cabo el famoso “paseo del pendón”, desfile ceremonial que llegaba, de la joven ciudad de México hasta la ermita de San Hipólito -donde hoy se encuentra el templo del mismo nombre- y que descendía de la costumbre española de realizar ceremoniales para refrendar la lealtad a los reyes y confirmar la autoridad de los monarcas. En la Nueva España, el paseo del pendón era la ocasión de reiterar la lealtad de los nuevos reinos hacia el rey que desde el otro lado del mar, los observaba y los regía. El paseo del pendón se celebraba en la ciudad de México desde 1524, apenas tres años después de la caída de Tenochtitlan.

Pero no era solamente una cuestión política la que animaba el paseo del pendón. Cargado de un fuerte simbolismo cristiano, se celebraba el nacimiento del reino a la fe católica: el aniversario de la derrota mexica era el 13 de agosto, fiesta de San Hipólito, símbolo de la lucha contra el paganismo. El ayuntamiento de 1524 vio en los atributos del santo y la fecha de la victoria de la alianza española-indígena que abatió a los mexicas, un componente milagroso, y eso explicaba por qué, muy poco después de la sangrienta batalla de 1521, San Hipólito fue electo como el primer patrono protector de la ciudad renovada que empezaba a nacer. Por eso la fecha importaba tanto: al mismo tiempo, los habitantes de estas tierras se habían convertido en cristianos y en súbditos leales del rey de España.

Pero en 1621 las cosas cambiaron un poco. Como se trataba de una manifestación de lealtad a un rey concreto, Felipe IV, con motivo de su llegada al trono, las cosas serían más complejas, y se resolvió mover el festejo del 13 al 15 de agosto, poniendo por encima de la fiesta de la Asunción de la Virgen María, la celebración de la llegada de un nuevo monarca. Curiosamente, no había virrey en la Nueva España en 1621: el marqués de Guadalcázar, que había desempeñado el cargo durante algún tiempo, había sido transferido al Perú, y gobernaba la Audiencia, con don Pedro Vergara Gabiria a la cabeza, quien dio permiso de ser “austeros” con las ceremonias de duelo por la muerte de Felipe III y gastar lo ahorrado en la celebración a Felipe IV.

Político al fin y al cabo.

LAS CONMEMORACIONES DE 1621

Toda actividad conmemorativa tiene un componente político, pues, valga la redundancia, siempre se conmemora desde el presente, y esas ceremonias generalmente ofrecen algún tipo de utilidad simbólica. Las autoridades de la ciudad de México se dividieron en diez comisiones, con funciones muy específicas dentro de los preparativos: hubo quienes estaban encargados de negociar y vigilar el mantenimiento de los caminos que llegaban a la ciudad de México, y en especial de las cuatro calzadas que desde los días del poderío mexica comunicaban al islote que albergaba a la gran ciudad con la tierra firme.

Aquella encomienda debió reflejarse en una enorme actividad, porque, al mismo tiempo, Churubusco (que entonces se llamaba San Mateo Huitzilopochco) y un pueblo que se llamaba San Antón, realizaban su trabajo al sur del valle, y en el norte la población del Tepeyac y Tlalnepantla se aplicaban a la reparación de sus caminos, y así todas las poblaciones que circundaban a la joya de la Nueva España.

Otros funcionarios se fueron a visitar las repúblicas de indios para asignarles la tarea del escándalo y la música: dotados de chirimías, atabales y trompetas, los indios que pagaban tributo estarían listos para, a una señal de los organizadores, arropar melódicamente el avance de la procesión.

Se ordenó a los habitantes de la ciudad que tuvieran listas banderas y adornos que flotarían al viento en el momento de la procesión. Las calles habitadas por españoles deberían remozar las fachadas de sus hogares. Entonces como ahora, la calle que en 1621 se llamaba de los Plateros y hoy es Francisco I. Madero, era considerada la avenida principal para desfiles y procesiones, y, naturalmente, se le encargó mucho al gremio de plateros dejarla hermosa y reluciente. Y se buscó a don Cristóbal de Molina y Pisa para encargarse del adorno de la cuadra que albergaba “las casas del marqués”, es decir, la enorme fracción de terreno, con fachada a la plaza mayor, que era propiedad de los descendientes de Hernán Cortés.

El alguacil mayor tenía que encargarse de adornar la ruta del paseo del pendón. Aquel caballero, don Francisco Sánchez de Guevara, era hijo de una rica familia, de manera que pagó de su bolsillo aquellos adornos, demostrando, al mismo tiempo, su importancia en la vida de la capital del reino.

Hasta las órdenes monásticas aportaron su granito de arena, como ofrecer un nuevo pendón real, con las armas del rey bordadas con gran riqueza. Otras órdenes se comprometieron a organizar misas fastuosas y los repiques de sus campanarios, que deberían escucharse hasta fuera de la ciudad.

El gran trabajo de las conmemoraciones fue la construcción de algo que se conocía como “tablado real”, una especie de teatro de madera, de forma rectangular, que se levantó en la Plaza Mayor -nuestro Zócalo- para las ceremonias más solemnes. Era enorme: medía 32 metros de largo por 18.5 de ancho, y tenía cinco metros de altura. Estaba forrado de terciopelo y otras ricas telas, y alfombras finas, con graderío, para albergar a todos los funcionarios del reino y a los habitantes más encumbrados.

Fue allí donde, con grandes discursos, se desplegó el pendón reluciente, ante el cual los integrantes de la Audiencia descubrieron sus cabezas. Una voz resonó: “Castilla, Castilla, Nueva España, Nueva España, por el rey don Felipe, nuestro señor, IV de ese nombre, que Dios guarde muchos y felices años”.

Resonó la música ejecutada por los indios, y repicaron las campanas de toda la ciudad. El pueblo, arremolinado en torno al tablado, aplaudió y se emocionó todavía más cuando se encendieron los fuegos de artificio que estaban colocados al centro del tablado: un enorme león y un “nuevo mundo”. El alférez de la ciudad, en su turno, repitió el juramento de lealtad al rey y acabó de hacer felices a los habitante de la ciudad, porque después del juramento, empezó a arrojarle monedas a la muchedumbre: ¡Tostones de cuatro reales! ¡Pesos de a ocho reales!

Con todo y la carga política y religiosa de aquel 15 de agosto de 1621, el pueblo fue feliz: le habían dado ceremonia, mitote y fiesta, y encima, algunos afortunados se llevaban a casa monedas para costearse la comida de varios días. ¡Nada menos!