Opinión

Cuidado, perros gatos y ratones: ¡hay hambre en la ciudad de México!

Duros fueron los años revolucionarios: eran tiempos inciertos, marcados por la violencia. Como ocurrió en otras épocas de guerra civil, las labores del campo quedaron paradas por los movimientos de las facciones enfrentadas y por las levas que, como asunto de todos los días, arrebataba de sus hogares a cuanto varón pudiera empuñar un arma. No era raro que ocurrieran brotes epidémicos. Lo peor fue cuando la gente empezó a quedarse sin alimentos.

Hambruna 1915

Hambruna 1915

Especial

Que faltaba la comida, era cierto. Que lo poco que se podía conseguir estaba carísimo, también. Y no obstante, los habitantes de la capital mexicana tenían humor para inventar revistas musicales jugando con las escasez y la penuria que se enseñoreaba en la Ciudad de los Palacios desde fines de 1914.

Los capitalinos estaban ya hartos de las constantes visitas de las diversas facciones revolucionarias que, una vez que Victoriano Huerta abandonó el país, se dedicaron a disputarse el poder. Entonces, la Ciudad de México se convirtió en una plaza asediada, más por su valor estratégico que por su significado simbólico. En los hechos, Palacio Nacional estaba vacío, para que cualquiera con el suficiente poderío militar se aventurara a tomarlo. Pero mientras los revolucionarios se dedicaban a ajustar cuentas entre sí, los habitantes de la ciudad pasaron una de las peores épocas que se recordaran: en menos de seis meses, cuatro ejércitos la habían visitado, con el consecuente pánico de la población. Se sabía lo que implicaba que un ejército llegara y otro se retirara: cambio de autoridades locales, sustitución de los intendentes, de los mandos en cuarteles. ¡Un desastre!

Lo peor: cada ejército llegaba a arrasar con lo que de alimentos quedara en la ciudad, y pagándolo con su propia moneda. De un día para otro, los pesos y centavos de los capitalinos valían menos que el papel en el que estaban impresos, porque al son que tocaban los hombres que ese día o esa semana mandaban en la ciudad de México, se aceptaban o no. En ocasiones se mandaba a “revalidar” lo que se tuviera, y si no ocurría así, ya se podía componer la gente: nadie le aceptaría su dinero, aunque ofreciera carretadas de él para comprar unos tristes bolillos.

Y así había pasado la capital el fin de 1914 y la primera mitad de 1915, creciéndose a la incertidumbre y viviendo con lo mínimo; echándole de repente ojos codiciosos a las mascotas de la casa, imaginándoselas en puchero o en asado. A tal grado llegaba ya la desesperación en la primavera de aquel año.

"De hambre de seguro nos van a matar"

Con ese humor negro que aflora en el ánimo de los habitantes de la ciudad de México cuando peor la están pasando, se anunció el estreno de una revista musical, “Su Majestad el Hambre”, título que, no por referirse a la crisis que experimentaba la capital, dejaba de ser incómodo a las autoridades en turno, que, como todas las anteriores, habían tomado posesión de la Ciudad de los Palacios asegurándole a los sufridos habitantes que lo peor ya había pasado, y que las cosas empezarían a componerse. Como eso no ocurrió, las cosas se pusieron muy feas. El 25 de junio de 1915, la gente, desesperada y enardecida, se abalanzó sobre diversos comercios y los saqueó, en un intento enloquecido por conseguir algo que llevarse a la boca. Estaba en la ciudad de México el gobierno convencionista, que nada pudo hacer para frenar el tumulto. El lamentable cuadro le tocó el corazón y la inventiva a un libretista afamado de aquellos días, José María Romo, autor de la pieza que se estrenó, a los pocos días, en el Teatro María Guerrero.

“Su Majestad el Hambre” fue presentada como “algo así como a propósito de actualidad, disparatado, anticomercial, anticoyoteril, gatuno y perruno, pitorrista, bailable y pacifista, en prosa y verso, dividida en cuatro cuadros y una apoteosis”. Pero como a los convencionistas no les gustó que indirectamente les echaran la culpa de la crisis, alguna presión llegó al teatro, porque tres días después del estreno, la obra fue rebautizada como “El Negro Fantasma”. La treta funcionó, porque de la letra de los números musicales no se cambió nada. Y eso que e cuadro introductorio era brutal en la enunciación de las desgracias de quienes nada tenían qué comer. Más de uno se vio retratado, en Mamerto, el personaje que cantaba aquella introducción:

Perdonad, señores, si vengo atrevido,

Quizá impertinente, tal vez importuno;

Si mi charla insulsa juzga más de alguno;

a todos, señores, indulgencia pido.

La plaga del hambre, el negro fantasma

Se me ha aparecido, y por mi gañote

No pasa un pambazo, no pasa un birote,

Y jajando de hambre, morirme me pasma

El pobre Mamerto, interpretado por el actor Alfonso Jasso, hacía una larga descripción de las penurias de la gente y de las transas de los acaparadores que además de vender caro, daban gato por liebre en muchos alimentos. Si la gente deseaba comprar un puñado de chiles, estaban podridos; si deseaba un litro de leche, se llevaba el enorme disgusto de los altos precios aparte de que se trataba de una leche falsa, elaborada a base de “sesos, agua de almidón, pepitas tostadas y orines de rata”. ¿Bizcochos? ¡Ni pensarlo! Le vendían a la gente feas plastas de paja y engrudo.

Lo que en verdad molestaba al gobierno convencionista era que en la obra se denunciaba el desastre que era el manejo de las mil y una monedas que corrían por la ciudad: cartones, los famosos bilimbiques, de 5, de 10 y de 20 centavos; billetes que ya llevaban varias “revalidaciones”, los famosos billetes de “dos caritas” que habían dejado los villistas. Con todo eso se podía negociar, pero lo que nadie aceptaba bajo ningún concepto era el dinero carrancista.

En el Reino del Hambre, nadie estaba a salvo, ni siquiera las mascotas, porque las que no estaban condenadas a morir de hambre, acabarían devoradas por sus dueños, desesperados por mantener a la familia. Se llegó a contar que en aquel año aciago, hasta los más ricos se vieron en aquel dilema dolorosísimo, y se contaba el chisme de que el arquitecto Antonio Rivas Mercado, con el corazón hecho pedazos, había matado a uno de sus perros para convertirlo en guisado, y no faltaba el que señalara la ausencia de los perros y gatos callejeros, a los que, con seguridad, alguien les había echado el ojo para servirlos como mejor se pudiera.

“Su Majestad el Hambre” no pasó por alto aquella triste circunstancia, e hizo que un coro de perros y gatos abriera la segunda parte de la narración:

Los perros y los gatos

De la capital,

Que estamos pasando

Una era fatal,

de hambre de seguro

nos van a matar.

Ni un triste mendrugo

Nos quieren ya dar…

Miau, miau, miau,

Guau, guau, guau…

Si la obra incomodaba a las autoridades era porque, hacia los números finales, dedicados a atacar a los comerciantes abusivos y a los “coyotes” que prosperaban especulando con la poca comida disponible, con toda calma planteaban la necesidad de saquear las tiendas de los especuladores, que bien merecido se lo tendrían. Y como finalmente muchos mexicanos honrados preferían sufrir engañando al hambre antes que sumarse a la muchedumbre enfurecida, para ellos era el can-can final:

Nadie nos da nada,

¡qué barbaridad!

El hambre, seguro,

Nos va a reventar.

Ya que no comemos,

mejor es gozar;

bailemos alegres

al punto el can-cán.

“Su Majestad el Hambre” fue, a pesar de lo que contaba, un éxito total. A pesar de tanta penuria, había cosas que no cambiaban, y cuenta la anécdota que, noche a noche, las tiples del María Guerrero recibían el homenaje de sus admiradores, como si no hubiera preocupaciones en el mundo.

Por esos días, una tiple del Teatro Lírico se convirtió en la comidilla de toda la ciudad. Una noche, después de la función, revisaba los ramilletes de flores que le daban sus seguidores. De entre ellos destacaba un peculiar envoltorio, que despertó la curiosidad de la muchacha. Al abrirlo, sus ojos centellearon: ¡un espléndido galán le mandaba nada menos que un “pan francés”! ¡Una baguette! Cuenta la historia que la tiple, loca de contento, ignoró las flores, que se desparramaron por el suelo, mientras ella corría hacia su camerino, abrazando la cena de aquella noche.