Opinión

El culto a los muertos II

El culto a los muertos, tan antiguo como la existencia misma de la especie, ha tenido a lo largo del tiempo y la geografía aspectos comunes, pero también se puede observar que en cada época las mitologías locales o las ideas religiosas le han agregado su sello particular.

Habitantes de Huitziltepec inician el Día de Muertos colocando velas a lo largo de la calle que conduce al panteón para guiar a sus seres queridos

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Cuartoscuro

Algo que ha sido común a todos los pueblos antiguos es el carácter ctónico o telúrico que se les ha asignado a los muertos. Habitan debajo de la tierra y el plano del inframundo es sólo accesible a ellos. La costumbre universal de enterrar a los muertos sigue siendo dominante en nuestros días.

Otra creencia más o menos extendida era el regreso de las almas o incluso la resurrección o regeneración de la vida después de la muerte. A esto último los estudiosos le llaman palingenesia y probablemente tiene su origen en la asociación arcaica entre agricultura, muerte y fertilidad. Mircea Eliade, en su Tratado de historia de las religiones, hace un análisis detallado de este asunto y señala algunos ejemplos de cómo en diversos pueblos primitivos (India, China, países nórdicos y el resto de Europa, Arabia, Finlandia), las festividades agrícolas, especialmente las dedicadas a las cosechas, coincidían y estaban asociadas con los rituales que recordaban a los muertos. “En la antigüedad -escribe Eliade- el culto de los manes se celebraba con el ceremonial de la vegetación. Las fiestas agrarias o de la fertilidad más importantes llegaron a coincidir con las fiestas que conmemoraban a los muertos. Antiguamente, el día de San Miguel, el 29 de septiembre, era al mismo tiempo, la fiesta de los muertos y de la cosecha en toda la zona al norte y al centro de Europa.” Odín era una divinidad funeraria y agraria, lo mismo Osiris en Egipto o Deméter-Perséfone en Grecia. Al igual que los granos enterrados en la matriz de la tierra (la Madre Tierra), los muertos esperan ahí su regreso a la vida bajo una nueva forma, afirma Eliade.

En donde estuvo ubicada la ciudad de Ur, Mesopotamia, a finales del siglo XIX y principios del XX, los arqueólogos encontraron un conjunto de tumbas colectivas en las que yacían el rey y la reina con todo su séquito y todas sus pertenencias materiales. Los mismos descubrimientos se hicieron en Abidos, en el alto Egipto. Ahí se descubrieron enterramientos pertenecientes a la época predinástica, en donde estaba el rey muerto con su esposa y en tumbas contiguas, todos los sirvientes de la corte y sus concubinas. Lo mismo sucedía en China y la India. En este último país la costumbre de que la esposa se inmolara junto con el marido -ritual conocido como Satí- continuó hasta entrado el siglo XX, no obstante haber sido abolida con la ocupación de los ingleses en 1829. La costumbre de sacrificar a la esposa con el marido, tiene su origen probablemente en el mito sumerio en el que la diosa Isthar siguió a la muerte al dios Dumuzi para ayudarlo en su resurrección, influencia que pasó a la India en un relato equivalente: Satí-Shiva) (Joseph Campbell).

En Egipto se abandonaron los enterramientos colectivos en algún momento de la era dinástica, pero no así la idea de que el faraón fuera a la tumba con todas sus pertenencias. Su muerte no era el final sino sólo un cambio de domicilio y para ello había que hacer la mudanza.

En Egipto nació la idea de que para que los muertos pudieran pasar del otro lado, se debía hacer un balance de su comportamiento en vida y sortear una serie de pruebas. El libro de los muertos recoge un conjunto de textos que tienen la intención de guiar al difunto en la otra vida. Una prueba crucial consistía en pasar por la balanza de Anubis, el dios con cabeza de chacal. Anubis colocaba una pluma de un lado de la balanza y del otro, el corazón del difunto; si el corazón era más ligero que la pluma, el muerto podía pasar a la otra vida. De no ser así, hasta ahí llegaba su travesía y su cuerpo era devorado por la bestia mitológica Ammyt.

En la mitología griega, cuando los muertos llegaban al Tártaro, eran juzgados por los Tres Jueces de los Muertos: Minos, Radamantis y Eaco. Aquellos que no habían sido ni muy buenos ni muy malos eran enviados a los Campos Gamonales, en donde sus almas vagaban eternamente sin nada que hacer; los muy malos iban al Lugar de los Castigos, vigilado por Las Tres Furias, quienes se encargaban de hacerlos sufrir; los muy buenos eran conducidos a una tierra de huertas de toda clase de frutos llamada Elíseo (Campos Elíseos), en la que gozaban de algunos privilegios. (Robert Graves. Dioses y héroes de la antigua Grecia).

Entre los mexicas se creía que las ánimas de los difuntos iban a una de tres partes: a Mictlán, que era propiamente el infierno, iban los que morían por enfermedad y ahí se encontraban con los dioses del inframundo Mictlantecuhtli (o Tzontémoc) y su compañera Mictecacíhuatl; a Tlalocan, que era una especie de paraíso, se dirigían los que morían ahogados, muertos por un rayo o por alguna enfermedad contagiosa; finalmente, las almas de los que morían en las guerras se trasladaban al cielo, la casa del sol. Los que fallecían siendo niños no moraban en Mictlán sino en una tierra de jardines conocido como Xochitlapan. Los cráneos de los enemigos vencidos en la guerra eran exhibidos en el Tzompantli. Entre los tlaxcaltecas se creía que las almas de los señores o principales se convertían en pájaros, niebla o nubes. En cambio, la gente común se transformaba al morir en escarabajo, comadreja o en otro tipo de animal rastrero. (Walter Krickeberg).

En el hinduismo y el budismo se piensa que las almas migran a otro ser vivo. “Según el hinduismo, el espíritu no depende del cuerpo que habita más que lo que el cuerpo depende de la ropa que viste o de la casa que habita”. (Huston Smith). En estas religiones, el cuerpo del muerto -que queda como un mueble vacío- no es generalmente inhumado sino incinerado en la pira.

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