Opinión
¿Qué más se puede decir?
Fran Ruiz

¿Qué más se puede decir?

Estados Unidos es la única democracia del mundo donde las leyes protegen más al que compra armas que a las potenciales víctimas. Es una anomalía que es difícil de digerir en cualquier nación con un mínimo de decencia.

Y, por supuesto, llegada a esta conclusión es imposible no pensar en la brutal violencia armada que ocurre en México, pero la diferencia es que aquí no existen armas porque el Estado promueva su venta, sino que llegan de EU porque allí sus leyes permiten que cualquiera pueda comprar un arsenal de armas, que luego introducirán fácilmente al país por una frontera donde se vigila más lo que viene del sur y no lo que viene del norte, y que serán repartidas entre miembros del crimen organizado, que engloba desde narcotraficantes a políticos, policías, jueces y empresarios coludidos.

Si en México se matan a tiros a más periodistas que en otro lado del mundo es porque sus poder judicial es incapaz (o no le interesa) perseguir a los criminales señalados: pero la posibilidad de que un adolescente mexicano se dirija a una escuela con las armas que guarda su papá en casa (no porque sea criminal, sino porque se siente más seguro) y abra fuego contra niños indiscriminadamente, es mínima.

Marcha de jóvenes tras la matanza de 17 estudiantes de Parkland (Florida), en febrero de 2018

Marcha de jóvenes tras la matanza de 17 estudiantes de Parkland (Florida), en febrero de 2018

EFE

Por el contrario, los padres que envían a sus hijos a la escuela en Estados Unidos no pueden tener la certeza de que volverán vivos a casa. Es lo que ocurrió hace justo una década en Newton, Connecticut, cuando, días antes de navidad, Adam Lanza decidió que la mejor manera de resolver sus traumas de adolescente era agarrar los fusiles de su madre, matarla, dirigirse a la escuela primaria Sandy Hook y abrir fuego contra niños y contra los profesores que trataron de defenderlos de un asesinato sin sentido. En total, veinte niños muertos.

Ahora fueron 18 niños muertos en Uvalde, Texas, cuyo único delito fue vivir en un país donde el derecho a portar armas (aunque sean fusiles semiautomáticos, propios del Ejército) es sagrado, y donde en Texas, sin ir más lejos, el gobernador Greg Abbott, el mismo que confirmó consternado la matanza de niños, promovió leyes para que se puedan portar armas en público de forma visible y sin necesidad de presentar un permiso de capacitación, o que se puedan introducir armas en centros educativos o religiosos. Lo hizo, además, poco después de la matanza de El Paso, humillando a los familiares de los 23 hispanos muertos.

Por tanto (y no olvidemos), el autor de la masacre de Texas pudo entrar legalmente a la escuela, gracias a su gobernador y la mayoría republicana en el Congreso estatal. Claro que ahora dirán que ellos no dijeron que tenía que disparar.

Y dicho esto, comienza el ritual: los republicanos dedicarán sus “pensamiento y oraciones” a las víctimas, pero vetarán cualquier intento de los demócratas de endurecer el casi inexistente control de armas, mientras los analistas volveremos a escribir sobre lo que ya está todo dicho y nada hecho sobre esta aberrante anomalía estadounidense, a la espera de la próxima matanza.