Opinión

La democracia que dialoga

Democracia es, en todo sentido, una forma de toma de decisiones políticas en la que participa el pueblo (o la ciudadanía, si usted quiere) ya sea por medio de sus representantes, o de forma inmediata. Pero también en un ejercicio de dialogo con quienes gobiernan.

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La democracia representativa consiste en elegir gobernantes. Estas son personas que decidirán cuestiones políticas, esto es, de asuntos públicos de nuestra sociedad, y todas las demás pasaremos (en principio) por las mismas y las respaldaremos, en tanto participamos en su elección, aún cuando hayamos votado por otras.

Por su lado, la democracia participativa retoma la idea de las decisiones directas. Se somete al cuerpo electoral un asunto público para que, por medio de los sufragios y previa discusión del asunto, se decida por pluralidad de opiniones.

La forma representativa es inseparable de la modernidad. No sólo por el número de personas que integramos las sociedades, que supera los varios millones; sino también dada la complejidad de los asuntos que deben decidirse en la operación burocrática y legislativa de cada día.

Regresar a un ideal estado de cosas en que tomamos en asamblea todas las decisiones es un sueño. No sé si una pesadilla.

Sin embargo, también existe el malestar ciudadano de no ser tomados en cuenta. La impresión, tal vez mundial, de que son las élites las que toman las decisiones sin que les importe las necesidades e intereses de la ciudadanía de a pie.

Como sociedad, reclamamos el poder tomar decisiones trascendentes para la vida nacional, ya sea por conducto de referéndums, consultas, plebiscitos o revocaciones de mandato.

Ahora bien, estas formas de participación nos presentan opciones excluyentes. O se apoya la propuesta o se está en contra, no se admiten matices. Y no puede ser de otra manera, dado que se trata de apelar al pueblo para que defina el curso a seguir.

Pero en la vida moderna pocas cosas son realmente dicotómicas. En realidad, los asuntos complejos contienen matices que requieren ser hechas notar, sopesadas en su justa medida, de forma que la decisión final se haga cargo del contexto en que se toma así como de sus efectos previsibles.

Es ahí donde la democracia dialogante, deliberativa, encuentra su lugar. Piense usted en asuntos que impactan a un grupo importante, como pueden ser los pueblos indígenas, la comunidad LGBTIQ, o las personas adultas mayores; por ejemplo, la definición de una ley o de una política pública que les impacte.

En estos casos, el peso de las voces de quienes vivirán con la decisión es tan relevante, que ya sea la Constitución, los tratados internacionales o las leyes, obligan a las autoridades a escucharlas. Pero no de forma que definan el asunto, sino que manera que perfeccionen la decisión.

Así, la democracia dialogante consiste en que la autoridad somete a la consideración pública un asunto, respecto del cual considera que es necesario tomar una decisión de tipo legislativo o administrativo, para que sea discutida.

La ciudadanía interesada, o aquella que directamente se verá impactada por lo que se decida, conoce el proyecto de ley, acuerdo o acción; aporta sus ideas, opiniones e información, para que la autoridad las tome en cuenta al decidir.

Como puede verse, se trata de un acto de colaboración entre las y los políticos, las personas expertas, y la ciudadanía. Se parte de la idea de que las autoridades, aún cuando obren con la mejor buena fe, no son dueñas de toda la información ni de toda la inteligencia, y que las acciones de gobierno pueden ser enriquecidas con la participación ciudadana.