En el día mundial del medio ambiente
La magnitud de la crisis medioambiental ha llegado a un límite que, de acuerdo con lo declarado por el Secretario General de la ONU, permite asemejar a la humanidad con el meteoro que impactó al planeta y que provocó la extinción de los dinosaurios, así como de casi el 75% de las otras especies vivas en el planeta.
Hace unos meses, el propio secretario Gueterres había afirmado que habíamos llegado al límite de los márgenes que nos daba el “reloj del apocalipsis climático”; lo que significa que en la medida en que avance el tiempo será cada vez más complicado revertir los efectos del cambio climático, cuya cara más manifiesta se encuentra evidentemente en el calentamiento global.
La ONU ha construido acuerdos planetarios para tratar de revertir la crisis climática global. Desde la Cumbre de Estocolmo en 1972, pasando por Río en 1992 y las más recientes cumbres a partir de París, 2015, se han establecido compromisos, promovidos por las principales potencias económicas, cuyas agendas obedecen sobre todo a un conjunto de negociaciones al interior de sus países, las cuales están determinadas por las más poderosas empresas.
A pesar de la relevancia de los conceptos que ahí se han construido, y de los consensos logrados, en realidad no se ha dejado de pensar en la naturaleza desde la perspectiva de “los recursos disponibles”; y menos aún como “proveedora de servicios” para la sociedad humana.
Una nueva relación convivencial con la naturaleza, en el sentido más amplio del término, implica renunciar a varias pretensiones que se vinculan con resabios del pensamiento religioso, predominantemente en la tradición occidental, respecto de la especie humana como “dominante” en el planeta. En efecto, en Génesis 1:26 se lee: “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra”.
Esta idea de que los seres humanos tenemos la potestad divina de ejercer dominio y poder sobre la naturaleza se mantiene en distintas posturas cercanas, como la que se planteó en la década de los 60 en el siglo pasado, respecto de la llamada “economía sin límites”, que encontró su respuesta en los estudios del Club de Roma sobre los límites del crecimiento; y posteriormente el famoso Informe Brundtland, así como la rica discusión que se planteó en Río.
El teólogo Leonardo Boff planteó en su momento una idea bastante interesante para tratar de salir de los límites discursivos. Frente al concepto de “Ecología” de Ernst Haeckel, propone pensar en una Ecosofía. La diferencia es mucho más que terminológica.
En efecto, “logos” es un concepto que está en la base de la racionalidad occidental, en su vertiente de racionalidad técnico-instrumental, como la habría explicado Max Weber; en cambio, sophia es un concepto que apela a la sabiduría; es decir, a una forma de pensar no lineal, y desde la que se busca construir visiones complejas, que reconociendo el carácter sistémico de los procesos naturales, permite cuestionar los presupuestos elementales del sistema económico imperante.
Se trata de pensar más allá de los “asuntos verdes” y reconstruir nuestra imagen en el marco de la “Gran historia”; esa que comenzó aproximadamente hace 13,500 millones de años, y en la cual, en lo que Carl Sagan llamaría “el calendario cósmico”, nuestra especie habría aparecido en el último segundo del último minuto del 12 de diciembre de esta inmensa e infinita creación de la que somos parte.
Una nueva sabiduría sobre la naturaleza debería partir de una reflexión profunda sobre cuál es nuestro lugar en el universo; y reconocer en ese sentido de que cultura tras cultura y civilización tras civilización hemos fracasado en el cuidado de nuestra casa común; ejerciendo una profunda irresponsabilidad en lo que puede ser considerado como un lugar mágico porque, hasta lo que sabemos ahora, somos el único planeta que alberga vida en nuestro vasto vecindario estelar.
Preguntarnos quienes somos y qué lugar tenemos en el infinito universo, implica tomar conciencia que el grito dolorido de una tierra que gime por la inmisericorde explotación de la vida es el grito desesperado justamente de los desheredados de este mundo y arrojados incluso de la explotación que circula día tras día en las intrincadas arterias del capitalismo salvaje que impera en todo el globo.
No es cierto que es “toda nuestra especie” la que ha depredado a la naturaleza; en realidad, esa gigantesca y masiva explotación se ha dado en beneficio de unos cuantos: de los ultrarricos que concentran los miles de millones de dólares que permitirían evitar la muerte por hambre y enfermedades altamente prevenibles y curables todos los años.
La cuestión no es entonces ¿cómo distribuimos mejor lo que se produce? Sino, ante todo: ¿Por qué deberíamos seguir produciendo lo que producimos? ¿Por qué la realización de la especie debe pasar por el consumo infinito de mercaderías inútiles, en aras de pretendidos prestigios y otros artilugios construidos por los poderosos algoritmos informáticos?
La crisis ecológica es una crisis civilizatoria; y por ello debemos ser capaces de pensar en otras condiciones de posibilidad de vida y bienestar; que aún con una nueva matriz energética, no tendría por qué dirigirse a continuar, como si no hubiese opciones, con la misma idea de una humanidad extraviada y sujeta aun ideal de progreso que no puede continuar más por la ruta trazada en los últimos 500 años.
Investigador del PUED-UNAM