Opinión

Empatía

Hace casi una semana tuvimos la oportunidad de regresar a clases presenciales en la Facultad de Derecho de mi alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México. Conté con el consenso y la participación entusiasta de mi grupo de la asignatura “Delitos en Particular”.

Cuartoscuro

Cuartoscuro

Como se trató de una especie de sesión de “reencuentro” en las aulas, abordamos con mucha flexibilidad diferentes cuestiones relacionadas con las ciencias penales y otras vinculadas a la actividad profesional desde la abogacía. Allí platicaba que en múltiples foros en los que por una o por otra razón he tenido oportunidad de participar, he intentado ser consistente en mi postura de reconocimiento y respeto indefectible de los derechos humanos de los que cualquier individuo es titular y es que esta “perogrullada” a veces no lo es tanto a los ojos de muchas personas.

En uno de estos foros académicos, hablando de la implementación en la Ciudad de México del reciente registro público de personas agresoras sexuales, señalaba yo algunas observaciones respecto de la naturaleza pública de tal registro, así como de la duración establecida de tal medida, la que puede ir desde los 10 y hasta los 30 años, lo que significa una permanencia de datos personales absolutamente abiertos al público en general por un periodo que, en muchas ocasiones, supera la sanción corporal (pena de prisión) establecida para algunos delitos sexuales y que compromete principios elementales del Derecho Penal.

Ese foro tuvo una muy nutrida participación, con decenas de preguntas, comentarios y opiniones diversas que, sin duda, enriquecen cualquier discusión académica como esa. Llamó poderosamente mi atención, sin embargo, que entre tantas aportaciones hubiera algunas orientadas a criticar mi postura de “defensa” de delincuentes y mi falta de empatía para con las víctimas. Creo que lo uno no está, ni tiene por qué estar peleado con lo otro. Aunque en esa charla mi intención no fue nunca defender los intereses de los “delincuentes”, tampoco advierto una sola razón que indique que cuando una persona defiende los derechos de otra que se encuentra acusada o sentenciada por un delito, ello se traduzca necesariamente en indiferencia o desdén por las víctimas del delito.

La empatía no es un sentimiento o emoción exclusiva, excluyente o que de paso a la discriminación o a la selectividad. No puede jactarme de ser “empático” con unos y no con los otros. Es un término que demanda, al menos de quien la profiere, una amplia capacidad de identificación con la otredad, una otredad constituida no sólo por unos cuantos, sino por cientos, miles o millones de personas que, conozcamos o no, están envueltas en una vorágine de condiciones que a lo largo de los años han definido su ser y, por lo tanto, su comportamiento. Por eso, cuando acusamos la falta de empatía contra una persona, una comunidad o un sector de la población y, para hacerlo, recurrimos al abandono o la negación de las circunstancias del otro, somos todo menos empáticos.

Es muy difícil y riesgoso adelantar juicios -eso nos convierte en personas prejuiciosas- especialmente cuando de la moneda en el aire depende la libertad, el buen nombre, el empleo y hasta valores supremos como el amor, la familia y la esencia de la vida misma. Usando algo aparentemente tan inofensivo como nuestras palabras, cual misil letal que una vez que ha identificado su objetivo no detiene su trayectoria hasta el impacto, nosotros podemos causar otros tipos de destrucciones quizás impensadas. Frecuentemente, esos objetivos son simultáneamente víctimas de múltiples condiciones y factores vitales que ignoramos y de los que no nos hemos preocupado ni ocupado en conocer y asimilar y entonces sí, hipotéticamente hablando, situarnos en esos zapatos y, desde ahí, tener la capacidad y sensibilidad de ver otra realidad, su realidad.

Es muy curiosa la forma en que algunas personas perciben o entienden hoy a la justicia, la tolerancia, la empatía, el respeto y tantos otros conceptos indispensables para hacer posible la sana convivencia social. Vivimos autocomplacientes pensando que tales ideas nos son debidas pero siempre sin cargo a nuestra cuenta.