Opinión

El error

Es un error encerrarnos en la pequeña burbuja de quienes pensamos igual. Las ideas pueden ser buenas, vengan de quien vengan, así se trate de una persona con la que discrepamos en cuestiones fundamentales. Es como la verdad, que es en sí misma con independencia de quien la hace evidente.

Quedarnos solamente con las opiniones que nos parecen, o mejor aún, que se parecen a las nuestras, tiene la desventaja de generar una cámara de eco, en la cual se insisten en las mismas ideas, tal vez mejor (o peor) dichas, pero siempre repetidas. Esto me hace recordar que, para algunas confesiones, el infierno es una infinita repetición.

Claro que lo que la otra persona piensa nos puede parecer equivocado. O francamente producto de una mala intención, de un proceso mental deficiente o, incluso, sinrazones cuyo único asidero es el beneficio personal. Pero si bien esto puede ser cierto, ni puede ser una creencia absoluta ni evita que, aún las personas malas o las ideas tontas, acierten en ocasiones.

Esta idea de apertura nace de la condición esencial de la democracia: la igualdad. Si todos los ciudadanos y todas las ciudadanas somos iguales, eso quiere decir que tenemos el derecho, mejor aún, el deber para nuestra comunidad, de participar en los debates públicos, de formar nuestra opinión y ayudar a otras personas a que formen las suyas.

Es en esa discusión en la que mejoramos nuestra ciudadanía. No por que aumente nuestra virtud cívica, sino porque, en el libre intercambio de ideas, formamos una visión de la realidad común, así como de las maneras de mejorarla.

Claro, puede ser que tengamos hondas prevenciones acerca de ciertas personas o ideas; desde luego no podemos caer en el relativismo absoluto, por lo que debemos rechazar discursos que atenten contra la esencial igualdad de las personas. Quienes así hablan no son demócratas. No pueden serlo.

Pero aún con esas prevenciones, bien puede suceder que la otra persona tenga razón en un punto, o que acerque a la discusión elementos o información relevante. De la misma forma, aquellas personas que opinan comúnmente como nosotros, al ser también humanas, se equivocan, se dejan llevar por sus pasiones y, también, pueden tener sus propios intereses.

Intuyo que esta apertura a quien piensa distinto es inquietante. Tenemos un puñado de ideas fijas que nos sirven para orientarnos en nuestras opiniones acerca de lo público, y abandonarlas, o dejar que se confronten con otras, produce inseguridad derivada de la incertidumbre; entonces, ¿qué hacer?

Tal vez un camino posible sea aceptar un alto grado de indeterminación en los asuntos públicos, y que asumir eso no nos quita valor como ciudadanos o ciudadanas, ni como personas preocupadas por nuestra comunidad. También, abrazar la esencia igualitaria de la democracia y, por tanto, la amplitud de la discusión (desde luego sin aceptar los discursos contrarios a la igualdad) y preocuparnos por la calidad del debate, en cuanto a la posibilidad de que todas las voces sean escuchadas.

Y las escuchemos.

Cierto, tal vez la persona que piensa como nosotros tenga el mal gusto de convencernos. Pero eso no es salir del error para entrar en el templo de la verdad, los temas públicos distan de ser tan maniqueos, más bien se trata de mirar un fenómeno desde otro punto de vista, asumiendo la complejidad de los temas comunitarios.

Solo en el debate, respetuoso de la igualdad, podemos mejorar nuestra democracia. 

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