Andrés Manuel López Obrador, con su batería de iniciativas de reforma, ha logrado su propósito de dictar la agenda de la campaña electoral. Tanto la de su candidata, como la de la oposición. Eso también significa poner de lado otros temas, que casualmente son los más capaces de pegarle a las pretensiones mayoritarias de la coalición de gobierno
Es relevante que esa batería de iniciativas haya sido tomada como propia, sin moverle una coma, por Claudia Sheinbaum. Eso significa que, al menos al principio, ella está dispuesta a aceptar el Maximato de López Obrador. También, que pecan de ingenuos u optimistas quienes piensan que el eventual gobierno de Sheinbaum puede tener diferencias sustanciales respecto al de AMLO. Lo más que podría esperarse es un proceso lento de diferenciación, que dependerá de la correlación de poder al interior de la coalición gobernante. El hecho es que esa correlación hoy en día está totalmente del lado del Presidente, y persiste el temor de llevarle la contra en prácticamente cualquier tema.
De ahí sale la extraña idea, manejada en la campaña de Sheinbaum, de que las reformas propuestas sirven para reforzar la democracia, cuando es todo lo contrario.
Por una parte, apuestan a una centralización del poder sin precedentes, que dota al gobierno federal de capacidades discrecionales en muchos ámbitos, sobre todo a partir de la eliminación de los organismos autónomos. Se trata, en materia económica, de una desregulación de facto, para darle a las autoridades federales capacidades discrecionales: les permite que actúen conforme a sus intereses (políticos, pero también económicos) y necesidades.
Por otra, van por una regresión en todos los sentidos respecto a los procesos de elección de representantes populares. Mientras que una iniciativa propone romper, partidizándola, la independencia del poder judicial, otra propone un retroceso de medio siglo en la conformación del Congreso, en aras del regreso a los tiempos del partido único enfrentado a una derecha arrinconada y minoritaria por definición.
A esta distorsión de la democracia se le llama, orwellianamente, profundización de la democracia. Eso sería válido sólo si se usara la vieja fórmula de “no será democrático en la forma, pero es democrático en el programa”. Y esa vieja fórmula equivale a decir: es democrático si los auténticos representantes del pueblo, que somos nosotros, ganamos y acumulamos poder; porque los demás tienen un programa contrario a los intereses de las mayorías. Un sofisma bastante evidente.
Encima de eso, tenemos al victimismo como principal método de comunicación, y que sirve para justificar la toma del poder. Lo estamos viendo ya en la actitud de Morena frente a las autoridades electorales, tanto las locales como la federal. Acusan trato diferenciado cuando quieren partir las reglas (caso de la igualdad de género en las elecciones locales de Jalisco), acusan de parcialidad a los imparciales, cuando quieren tener actores a modo (caso del veto al ITESO en los debates para la Presidencia), y así sucesivamente. Quien no se pliega es agente de los innombrables que quieren destruir al pueblo, y gozan en ello. A todo esto también se ha prestado la candidata Sheinbaum.
El ataque a la pluralidad democrática y a los contrapesos es tan obvio que ha movilizado en su contra a la oposición y a buena parte de la ciudadanía. De esa forma, ambos quedan a la defensiva. No importa que las iniciativas antidemocráticas tengan poca o nula capacidad de pasar a la Constitución. Lo importante es que las oposiciones, en vez de pasar al ataque, parece que sólo aguantarán el embate. Eso le da ventaja estratégica a quien va ganando, que son Morena y aliados varios.
Mientras todo eso sucede, y la clase política se avienta la bola (no digamos que juegan tenis, sino un partido bastante agresivo de “quemados”), se suceden hechos dramáticos y de sangre a lo largo y ancho del país. Ya hay muchas plazas en las que el crimen organizado es el verdadero mandón, extorsionando de distintas formas a la población. Otras, en disputa, son espacio de inseguridad extrema. La sangría económica y de salud social es terrible. Y el asunto, que es la principal preocupación de los ciudadanos, y que debería llamar a medidas urgentes, queda relegado a segundo plano.
El tema en el que el presidente López Obrador, con razón, está peor evaluado es el del combate a la inseguridad. La mayoría de los ciudadanos no entienden, porque no les interesa mucho, las peculiaridades de los organismos autónomos o el peligro de la unanimidad legislativa o el fin de la separación de poderes. Lo que sí entienden es que cada vez más negocios son víctimas del cobro de piso, que los criminales se pasean de manera cada vez más prepotente por las comunidades, que el Estado no les garantiza seguridad, que las promesas al respecto sólo son palabras.
Pero el propio AMLO ha logrado que ese no sea el centro del debate. Que la violencia esté cada vez más normalizada, aunque no sea normal. Y que discutamos su proyecto de país. Es su victoria estratégica.
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