Opinión

Hazañas de aire, metal y madera: los primeros aviones mexicanos

Cinco años duró el sorprendente proyecto de los Talleres Nacionales de Construcciones Aeronáuticas: un lustro durante el cual la hambruna se abatió sobre muchas regiones del país, incluida la Ciudad de México, se discutió con persistencia y terquedad la constitución política para un país que intentaba rehacerse, y una pandemia golpeó a la nación.

Con todo y todo, en ese periodo, el que va de 1915 a 1920, hubo un sueño de futuro basado en la mecánica y el eterno anhelo humano de emular a las aves: así nacieron los primeros aviones mexicanos.

Fue Venustiano Carranza el que tomó la decisión. Sí, el “viejo pachorrudo” al que alguna vez se refirió el difunto Francisco I. Madero; sí, el Primer Jefe de la revolución desatada en 1913. Pero ese hombre era el mismo que, en su juventud, había estudiado latín y lenguas clásicas por un par de años, antes de que un mal de la vista lo devolviera a las labores del campo en el hogar coahuilense. Pero Carranza era también de una raza peculiar, como lo eran todos los nacidos en Cuatro Ciénegas, ese punto diminuto localizado en el desierto, famoso porque en su primera fundación, se había fracasado, a grado tal era la lejanía y dureza de aquellas tierras; famoso porque sus creadores, tenaces rayanos en la terquedad, habían regresado y habían vuelto a construir la población, pequeña pero estable y duradera. Ese rasgo, sin duda, se reflejaba en algunas de las grandes decisiones de don Venustiano.

Una de esas, fue la ambición de contar con máquinas voladoras, mexicanas y ensambladas en México; pasar de las aventuras de los sportsmen como el audaz y riquísimo Alberto Braniff, primer aviador en la memoria nacional. A una estrategia sólida y permanente, que le diera al gobierno mexicano nuevas herramientas para la vida militar y para la vida pública que empezaba a rehacerse, mirando hacia adelante.

No fue menor el esfuerzo: cada aeronave que se ensambló en los Talleres Nacionales de Construcciones Aeronáuticas, estaba hecho de puras piezas de fabricación nacional. Tres eran los responsables de aquel proyecto: Alberto Leopoldo Salinas Carranza, Francisco Santarini Tognoli y Juan Guillermo Villasana López. Ellos crearon media docena de series de aviones, diseñaron una hélice que bautizaron Anáhuac, y cuatro motores radiales, enfriados por aire, a los que llamaron SS México, Trébol, Nezahualcóyotl y Aztatl.

Se soñó con una industria aeronáutica completamente mexicana: ya no se trataba de traer el avión en piezas, y con asesoría de aviadores extranjeros, armar la nave, como había hecho Braniff. En los Talleres Nacionales de Construcciones Aeronáuticas (TNCA) se contrataron ingenieros y obreros mexicanos, con la idea de depender lo menos posible de instancias extranjeras, que por otro lado, y a causa de la Gran Guerra, que después conoceríamos como Primera Guerra Mundial, no estaban tan dispuestas a involucrarse en proyectos de naciones ajenas al incendio que vivía Europa.

AVIONES EN LA REVOLUCIÓN

Mucha agua había corrido desde 1909, cuando Alberto Braniff se fue a Europa a comprar el avión Voissin, de factura francesa, para arrancar el año de las fiestas del Centenario con su primer vuelo, en enero de 1910. El orden porfiriano era ya cosa del pasado en 1915, y los aviones ya no se consideraban solamente artefactos de entretenimiento de los muy ricos, como Braniff, que eran capaces de pagárselos. En medio de la lucha de facciones, Carranza se dio cuenta de que en la aviación estaba el futuro y muy posiblemente había herramientas que, a la larga, podrían resolver los destinos de los conflictos armados.

Desde las tierras ensangrentadas de Europa llegaban las noticias de cruentos combates aéreos. Carranza reflexionó: concentrado en sus propios conflictos, México se quedaba atrás. Era febrero de 1915 cuando el Primer Jefe firmó un decreto que fundaba el Arma de Aviación Militar. Poco a poco, ese decreto tomó cuerpo, a partir de la creación de dos instancias fundamentales, los Talleres Nacionales de Construcciones Aeronáuticas y la Escuela Nacional de Aviación: si México iba a construir aviones, necesitaba sus propios pilotos.

Los Talleres encontraron su sitio en terrenos de la Escuela de Tiro, en San Lázaro; y aunque parte de los primeros materiales de importaron de Estados Unidos, la idea, desde el principio fue producir aeronaves ciento por ciento mexicanas.

El primer producto de los TNCA fue un monoplano con motor de 70 caballos de fuerza, con el que se capacitaría a los nuevos alumnos de la flamante Escuela de Aviación. De todo a todo, se armó la línea de producción y ensamblaje; desde el diseño de modelos hasta la elaboración de vestiduras y el área de reparaciones.

Poco a poco se fueron creando zonas de mantenimiento y reparación. Al principio, los tacómetros de las naves se importaron, y fue necesario crear un área que los reparara y mantuviera en buenas condiciones. Los Talleres crecieron a grado tal que acabaron por tener instalaciones adicionales para dar mantenimiento a los automóviles y camiones del del Departamento de Aviación.

En una sección de dibujo se diseñaron las naves mexicanas; en una zona de procesos químicos se generaron barnices incombustibles para recubrir las naves, y en los mismos talleres se trataba las maderas que se emplearon para algunas partes de las aeronaves. Incluso, algunas hélices fueron hechas con madera. Nada se dejó al azar o a la importación: se trataba de que esos primeros aviones fueran lo más mexicanos posible.

¿Había en este sueño una profunda ambición nacionalista? Lo había. Se contaba con el apoyo pleno del Primer Jefe, y eso significaba presupuesto. El Departamento de Aviación llegó a tener su propia revista, Tohtli, dependiente de la Escuela de Aviación. Ahí se llegaron a publicar artículos donde se afirmaba que los nuevos aviones mexicanos empezaban a superar, en algunos puntos, a las aeronaves estadunidenses.

“PROGRESO” ES LA PALABRA MÁGICA

Hacer aviones en México tenía su gracia y su reto: la altura de la capital, sede de los Talleres, planteaba problemas muy concretos. Pensados para elevarse en condiciones muy distintas, los aviones traídos de Europa o de Estados Unidos solían volar a escasa altura o a baja velocidad. Era el aire del Altiplano el culpable: mientras mayor es la altura con respecto al nivel del mar, menor es la densidad del aire, y los planos sustentadores de los aviones operaban con menor fuerza.

El problema fue resuelto con talento mexicano, por el ingeniero Juan Guillermo Villasana, diseñador de la Hélice Anáhuac. Con esa hélice, los aviones podían elevarse a 5 mil metros sobre el nivel del mar. El récord lo tenían las aeronaves chilenas, que volaban a 2 mil 423 metros. Eran las Anahuac hélices hechas con dos tipos de madera, en láminas alternadas y en forma de abanico. Las Anáhuac resultaron tan eficaces, que se interesaron por ellas en Argentina, en Francia y en Japón. Incluso, el imperio del Sol Naciente condecoró al ingeniero Villasana.

No solo fueron las hélices. Los motores de los Talleres fueron buenos y eficaces. Llamaron Aztatl al modelo, inspirado en los motores de los aviones Anzani, y se usó en casi todos los aviones que se fabricaron en aquellos años de progreso vertiginoso.

Se calcula que entre 1915 y 1920, los Talleres construyeron nada menos que 58 aeronaves: 41 biplanos y 17 monoplanos. De 1915 a 1919 fluyó el dinero para apoyar el proyecto. Después comenzó a disminuir. En 1920 solamente se construyeron cinco aeronaves.

La Escuela de Aviación cerró en 1919. La política, nuevamente, metió la zarpa, y, al calor de las elecciones presidenciales, las prioridades cambiaron. Un nuevo motor, el SS México, estaba en fase de desarrollo cuando Venustiano Carranza fue asesinado. El nuevo mandatario interino, Adolfo de la Huerta, tenía otras ideas y cambió completamente la administración. La fabricación de aeronaves dejó de importar. Pero aquellos cinco años dejaron una lección importante: se valía soñar, porque el ingenio mexicano podía remontar los aires.

Foto: Especial

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