Opinión

Historia de un destape*

Hoy, cuando todo se desboca en torno del acierto o apuesta al futuro y el tapadismo corcholatero resulta entretenimiento, deporte y adivinanza nacional; pronóstico y acomodo, tentaleo en las sombras de signos encontrados, vale recordar esta historia.

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Forma parte del libro “Fuego de mis entrañas”, el cual presentaré próximamente.

Cuando el país se enfilaba a la decisión suprema de Echeverría, ¿a quién hacer presidente?, yo estaba en Washington para cubrir una reunión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. No tenía experiencia ni contactos en el alto mundo financiero.

La delegación mexicana estaba formada por Francisco Suárez Dávila, Alfredo Philips, entre otros y presidida por José López Portillo, secretario de Hacienda.

Una noche, desesperado porque había visto al secretario hablando con otro reportero mexicano, me planté en su habitación del Hotel Watergate. Toqué la puerta y me abrió. Yo estaba hospedado en el piso inferior.

Desesperado le dije de mis temores y mis urgencias. Me conocía de vista pero la cosa la cayó simpática. Se puso una chamarra y me dijo secamente:

--Espérame en el bar.

--Hablamos mucho rato. Era un hombre fascinante, magnético, de enorme simpatía y personalidad. Le sobraban mundo, lecturas y gusto por la vida. Un sibarita con ansias renacentistas. Pintaba, escribía, soñaba golpeaba costales de arena de 150 kilos, pateaba como samurai, nadaba como Tarzán y admiraba a John Dos Passos; se sentía Quetzalcóatl y visitaba con mucha frecuencia el jardín de las Huríes.

En el bar había dos meseras. Una rubia, típicamente americana, hermosa y nada más, y una oriental de mirada reptiliana.

--¿Cuál te gusta?

--A mí, la chinita.

--Estas jodido, a mí las dos… Reímos.

De pronto me dijo, ¿quién crees que vaya a ser el candidato?

Con tres güisquis encima cualquiera es clarividente:

--No se haga, usted ya sabe que la candidatura es suya, eso si no se lo han confirmado desde ahora. Por eso anda aquí. Eso es obvio.

--¿Tú crees? ¿Por qué?

--Porque Echeverría está loco, cree que usted va a resolver la herencia de la economía quebrada. Y eso no se va a poder.

Me miró con recelo, con dudas de si hablaba yo en serio o en broma.

--Y le digo más, usted va a juntar montones de votos, millones, pero, se lo confieso con sinceridad y respeto, mi voto no. Yo no voy a votar por usted.

--¿Y por qué?

Jamás supe por qué ni para qué dije eso, pero lo dije:

--Porque usted no es un hombre para el poder; usted es un hombre para el placer.

Se sonrió, pidió la cuenta, la firmó y se levantó:

--Ya veremos, cabrón.

Regresé de ese viaje y a las pocas semanas se confirmó el vaticinio. A la mañana siguiente del “destape”, a las siete en punto, con la humedad de septiembre en los zapatos, me presenté en la casa del candidato. Una sinuosa serpiente emplumada bordeaba la barda esquinera de la casa de Colegio en el Pedregal de San Ángel.

Su hijo, José Ramón me dio el paso. Su hija Carmen se disponía a salir a la UAM. Hermosa era Carmen.

El candidato, atlético bajó ruidoso las escaleras. Resonaban sus pasos en los indefensos peldaños. Llevaba limpia y blanca la camisa. Dos o tres raspones de navaja en el afeitado presuroso, amplísima la sonrisa. Yo estaba en el antecomedor.

--Buenos días, licenciado, felicidades.

--¿Qué, sigues pensando lo mismo?, me disparó.

Afectuoso me dio un leve puñetazo en la panza. ¡Cabrón!, me dijo.

Cubrí parte de su campaña delirante y surrealista: un hombre sin oposición recorría el país disputándole el voto a nadie, a caballo o a lomos de elefante, sin opositor al frente, prometiendo las mismas fantasías de hacía seis, doce, dieciocho años.