Opinión

El infierno por dentro o los crímenes de “El Matanovias”

El nuevo siglo trajo intensos reclamos de justicia ante un fenómeno creciente que toma mil formas y posee una legión de cabezas: el feminicidio. Aún antes de que el empleo de ese término se extendiera en la cultura de los mexicanos, los hechos eran y son innegables: el Estado mexicano no ha logrado frenar la oleada violenta que arrebata vida de niñas, de mujeres, de ancianas; no respeta edad, actividad o nivel socioeconómico. La muerte toma la forma de un desconocido cualquiera, pero también puede ser un padre, un esposo, un jefe. El impulso criminal puede surgir en el sitio menos esperado.

historias sangrientas

Al Matanovias lo capturaron en Guatemala. Al detectar que se encontraba ante un asesino serial, la policía mexicana, al cerrar el cerco, lo empujó a salir del país.

Al Matanovias lo capturaron en Guatemala. Al detectar que se encontraba ante un asesino serial, la policía mexicana, al cerrar el cerco, lo empujó a salir del país.

Esta es una historia de infiernos. Del impulso asesino que busca mil vericuetos para permanecer en la impunidad. Desde que las herramientas de la psicología y la medicina pusieron al descubierto la estructura mental de los llamados “asesinos seriales”, la conciencia de este fenómeno, donde la criminalidad y la enfermedad mental caminan tomadas de la mano, creció, y aprendimos que la violencia que mata puede estar a la vuelta de la esquina y tener la forma de cualquier persona.

Pero hay quienes se percatan de ello cuando ya es tarde, cuando ya son, de hecho, víctimas de la oscuridad que bulle en alguien a quien le han franqueado la puerta de su casa o le han compartido sus vidas, sus sentimientos, sus sueños.

Esa es la historia de las víctimas de Jorge Humberto Martínez, a quien, un día, la prensa capitalina le inventó un nuevo nombre que lo decía todo, en la tradición de la nota roja mexicana. Ese hombre se convirtió, simplemente, en “El Matanovias”.

AMORES QUE ACABAN EN TRAGEDIA

Durante décadas se ha hablado de los “crímenes pasionales” como uno de los factores recurrentes en la narrativa de la nota roja. A la distancia, es probable que muchos de los grandes casos de asesinatos “por celos”, “por obsesión amorosa” que han impactado a los mexicanos a lo largo del tiempo, tuvieran una explicación a la luz de lo que hoy sabemos acerca de sociopatías y sicopatías. Pero en la vida de todos los días, nadie piensa en ello, hasta que las relaciones cambian, se tornan oscuras, empiezan a llenarse de violencia. Ese fue el caso de Campira.

Lo conoció, como a veces ocurre en estos, los tiempos de las redes sociales, por medio de Facebook. En ese mundo él se hacía llamar Joy Drago, y era simpático, extrovertido, conversador. Hubo simpatía, luego, conversación. Como ocurre en todas las amistades, incluso, romances, que se forjan por medio del ciberespacio. Eso ocurrió entre la muchacha y Joy Drago, que resultó llamarse Jorge Humberto. Un día, se supo que la ciberamistad se había convertido en otra cosa porque Campira colocó en su muro de Facebook una fotografía donde, al lado del personaje, se veía contenta, feliz.

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Pasaron los días, las semanas. Se terminaba 2016. El 28 de diciembre, la madre de Campira conoció al novio de su hija, Jorge Humberto. Los vio contentos. Aquel hombre decía que era viudo. Gran aficionado a los tatuajes, lucía varios en distintas partes del cuerpo. Se ganaba la vida trabajando en los bares del circuito Roma-Condesa. La madre de la chica volvió a Acapulco, su lugar de residencia, esperando lo mejor de la vida para su hija, que era madre de dos pequeños.

Pero el último día de 2016, Gabriel, el hermano de Campira, encontró muerta a su hermana. En medio de su dolor, el muchacho advirtió cosas extrañas en torno al cuerpo de la joven. Como si algo estuviera armado, montado. Algo no le gustaba. Y a ella, tan cuidadosa y orgullosa de su cabello, le faltaba un mechón.

Un investigador descuidado habría dado por buenos los hallazgos preliminares de los servicios periciales: las llaves del gas estaban abiertas, se trataba de un suicidio. Pero la familia se negaba a asumir esa conclusión preliminar. Ella era joven y alegre, amaba a sus hijos, quería vivir. La falta del mechón de cabello, que no pudo encontrarse por ninguna parte de aquella vivienda en Santo Domingo, en Coyoacán, era una punzada extraña, dolorosa, inquietante.

La autopsia que practicaron al cuerpo de la muchacha revelaría que, en efecto, se trataba de una escena montada: la joven no se había suicidado. Había muerto estrangulada. La habían asesinado.

Se inició una investigación que, al recuperar las imágenes de una cámara de seguridad de un vecino, mostró que, en las horas anteriores a su muerte, Campira solamente había sido visitada por su novio, Jorge Humberto. Él había sido el último en verla viva. Los servicios periciales encontraron coincidencia entre la hora de estadía de aquel hombre en el hogar de la muchacha con las estimaciones de la hora de su muerte. Se convirtió en el principal sospechoso de aquel feminicidio. Las autoridades comenzaron la búsqueda de Joy Drago.

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La familia de Campira creó una página en Facebook: se llamó “Justicia para Todas”, y pedía la colaboración de los asiduos a la red social para dar con el hombre que en ese mundo se llamaba Joy Drago, y que en su muro solía poner imágenes de inspiración “demoniaca”.

Pero Jorge Humberto había desaparecido. No andaba por sus habituales sitios de trabajo, dejó de postear en Facebook. Era evidente, había escapado. De ese modo se delató a sí mismo. La policía de la ciudad de México empezó a seguirle los pasos.

Porque había más capítulos en aquella historia de amores que terminaban en tragedia. Un indicio fundamental fue aquel mechón de cabello que faltaba en el cuerpo de la joven asesinada. Importaba porque, en los archivos policiacos, donde hay casos que envejecen sin encontrar ni solución ni justicia, había un dato. Otra muchacha muerta. Suicida, decían los papeles.

El detalle es que a ella también le faltaba un mechón de cabello, cuando la encontraron muerta.

Se regresó a ese caso. La familia de aquella joven, coreano-mexicana, identificó a Jorge Humberto, a Joy Drago, como el novio que se dijo desconsolado cuando la muchacha se suicidó.

Desde el pasado, una historia de muerte y violencia se revelaba. Datos sueltos, alguna frase que se logró arrancar a los conocidos, a los que a diario trataban con Joy Drago, hizo que la policía llegara a la conclusión de que aquel hombre estaba intentando salir del país. Se expidió una ficha roja ante la Interpol, con la esperanza de que los cuerpos policiacos de las fronteras norte y sur tuvieran algún indicio de aquel hombre al que la prensa, sin miramientos bautizó de manera contundente: El Matanovias.

ANTECEDENTES DE HORROR

La policía volvió sobre el caso de Yang, la joven a quien habían encontrado en su casa de la colonia Doctores, ahorcada, en lo que se juzgó un suicidio, sin grandes misterios. Aquel suceso databa de 2014. Pero a la luz de la muerte de Campira, los indicios fueron reinterpretados: las autoridades encontraron un patrón. A ambas víctimas les faltaba un mechón de cabello, se habían bañado antes del presunto suicidio, y ambas habían sido parejas de Joy Drago.

El caso empezó a difundirse. La policía estaba ante un asesino serial que atacaba a mujeres jóvenes, a las que cortejaba y con las que entablaba relaciones sentimentales. Luego, llegaba la muerte y algunas historias de violencia que no se acababan de clarificar.

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Al saberse se la búsqueda del feminicida, surgieron otras voces femeninas que exigían justicia. Se trataba de mujeres jóvenes que habían tenido el infortunio de cruzarse en la vida de Jorge Humberto, y que contaron lo que sabían: las enamoraba, las cuidaba, las llenaba de pequeños y grandes detalles. Pero cuando la relación empezaba a afianzarse, Joy Drago se volvía violento, hosco. Aparecían los maltratos, las agresiones físicas. Y pobre de la que se resistiera: aquel hombre empezaba a perder medida, su furia subía de punto.

Una joven que fue pareja de Jorge Humberto en 2011 se presentó a declarar y dio numerosos detalles de la violenta relación con aquel hombre. No pudo más, salió huyendo de aquella historia de pareja. No sabía que estaba salvando la vida. Pero confirmó el patrón que ya había establecido la policía. Con ella, contó, Joy Drago abrió las llaves del gas; encendedor en mano, le decía que ambos se iban a morir. En algún momento, él quiso estrangularla, pero ella alcanzó a resistir y sacarlo de su casa. A ella, también le cortó un mechón de cabello.

No lo sabía, pero se le había escapado al monstruo de entre las manos.

EL INFIERNO POR DENTRO

Diez meses duró la fuga de Joy Drago. Lo agarraron en Guatemala, casi por casualidad. Un operativo de la Policía Nacional Civil dio con el mexicano, que malvivía de trabajos ínfimos y al que, declararon, encontraron viviendo debajo de un puente. Al indagar acerca de aquel hombre, las autoridades guatemaltecas hallaron la ficha roja de Interpol. Sin mayores averiguaciones, lo entregaron a la policía mexicana, que, al recibirlo, anunció que habían capturado al Matanovias.

Lo exhibieron con el torso desnudo, acaso porque les había llamado la atención el conjunto de tatuajes que, a lo largo del tiempo, Jorge Humberto había acumulado en su cuerpo. A quienes se enteraron de los detalles de aquella oscura historia, no dejó de estremecer la leyenda que ese hombre, que hoy permanece en la cárcel, aguardando sentencia, tiene tatuada a la altura de las clavículas: “Cada quién es dueño de su propio infierno”.