Opinión

Una iniciativa para desnaturalizar la democracia

Empedrado

La iniciativa de reforma electoral anunciada por el presidente López Obrador no tiene oportunidad de ser aprobada, tal cual está. Lo que sí hace es revelar las pulsiones e intenciones de Morena respecto a los procesos electorales por venir y respecto a la democracia en general. También nos dice por donde vendrá el discurso del gobierno y sus seguidores en los próximos meses.

De entrada, la iniciativa parte de una mentira: decir que el sistema electoral actual no ha funcionado. Lo ha hecho muy bien. Los votos cuentan y se cuentan; las campañas se han acotado de tal manera que no hay las inequidades de antaño; las instituciones electorales son efectivamente autónomas de los partidos políticos y la mayoría de los ciudadanos tienen confianza en ellas.

Foto: Cuartoscuro / Galo Cañas

Foto: Cuartoscuro / Galo Cañas

Pero el movimiento morenista surgió a partir de un mito: el robo de la elección presidencial de 2006, y no puede prescindir de él. Ha sido una cantaleta constante, incluso en las elecciones en las que ha triunfado de manera contundente, como la de 2018. Mantener esa percepción sirve para que una parte de la Comunidad de la Fe crea en todo momento que pertenece a una mayoría aplastante, la del Pueblo con mayúsculas.

Por eso, el punto central de la propuesta es la desaparición del INE y del TEPJF, tal y como están constituidos ahora, y su sustitución por otros organismos votados en elección popular. Detrás de esa idea de “el pueblo pone, el pueblo quita” se encuentra, mal escondido, el propósito de que quienes organicen la elección sean primero designados por el partido mayoritario y luego avalados en las urnas. Se ha manejado la falsa idea de que los actuales consejeros y magistrados electorales están con la oposición. Se hace por la sencilla razón de que no son incondicionales del Presidente. Dice AMLO que “no hay más que de dos sopas: o están con la Cuarta Transformación o están en contra de ella”. Los quiere de su lado, no independientes.

Por lo mismo, la reforma pretende desaparecer los institutos y tribunales locales, y suprimir la atribución de las legislaturas estatales en la materia. Se trata de una vuelta más a la tuerca de centralización extrema que complace a este gobierno, pero sobre todo de un intento de acabar con la pluralidad expresada en las distintas entidades de la República.

Un punto clave es la afectación a la independencia de las autoridades electorales: el nuevo instituto será autónomo “en los términos que la ley señale” y, bajita la mano, no tendrá en sus manos la confección del padrón electoral. De pilón, acaba con las limitaciones para que los funcionarios públicos promuevan abiertamente el sentido del voto.

En otras palabras, se trata de un intento regresivo y centralizador, que pondría la organización electoral en manos de personajes cercanos al gobierno y su partido. Como decía Stalin: “no importa quién vota, sino quien cuenta los votos”. Es una completa desnaturalización de la democracia.

Como, muy en el estilo de López Obrador y a diferencia de las anteriores reformas electorales, esta iniciativa es unilateral y no se discutió con ninguna otra fuerza política, las posibilidades de que sea aprobada por una mayoría calificada son prácticamente nulas. Pero como la receta trae algunos dulces envenenados, puede ser propagandísticamente atractiva, en especial para quienes ya son adictos a la demagogia reinante. Y eso es lo que vamos a ver próximamente.

La zanahoria más apetitosa que van a poner sobre la carreta es la disminución de costos. Se sabe que la democracia mexicana no es barata (pero se conoce menos que es por la gran cantidad de candados que tiene para hacerla equitativa). Y también es sabido que el grueso de la población ve una cifra de millones y deja de pensar: el presupuesto del INE equivale a menos del 10% de las pérdidas anuales de Pemex, por no hablar de la CFE, pero sacar la cuenta obliga a una operación de nivel secundaria. Finalmente, es conocida la mala imagen de los legisladores, mal asociada a la idea de que cobran por no hacer nada. En ese sentido, una disminución en el número de diputados y senadores y un ahorro en el financiamiento a los partidos suenan como algo positivo, aunque las cantidades sean marginales respecto al presupuesto federal.

Lo que se va a vender propagandísticamente es que el gobierno quiere que haya menos dinero a los partidos, cuando en realidad está abriendo la puerta para financiamiento negro de sus actividades. Y también que haya menos dinero a los “políticos”. Pero, no casualmente, reduce tiempos fiscales de radio y televisión para elecciones y, en cambio, permite que haya actos de precampaña mediante anuncios comerciales. Encontrará ahí apoyo de concesionarios.

Es curioso que, a la hora de presentar la reforma, se la haya querido vender como una “eliminación de plurinominales” cuando es todo lo contrario.

Es conocido que, sea por influencia del sistema estadunidense, sea por el feo nombre que se les endilgo, sea por falta de cultura electoral, en México los diputados electos en la lista son vistos como inferiores a los elegidos por distrito. “A esos nadie los eligió”, se afirma décadas después de que se instituyó la figura y se demostró la utilidad de que los representantes populares reflejen la composición del electorado.

Ahora varios importantes morenistas dicen, muy quitados de la pena, que se eliminan los plurinominales, mientras que la iniciativa señala que los 300 diputados y los 96 senadores serían elegidos en listas de partido, con proporcionalidad en cada entidad, en el caso de la Cámara Baja. Es un caso, otra vez, en el que la verdad es lo de menos.

Y si uno ve el método, resulta que una de sus intenciones es desincentivar fuertemente la formación de coaliciones. Cada partido se rasca con sus propias uñas, porque en realidad no hay distritos en disputa. Y sacando cuentas, los más afectados serían los actuales aliados de Morena: el PVEM y el PT. Es probable que ni ellos estén de acuerdo con la iniciativa del Presidente. Y es muy improbable que los partidos de oposición caigan en el garlito.

Pero, como dijimos al principio, aquí no cuentan las posibilidades de que la iniciativa sea aprobada, sino la cantidad de demagogia que pueda soltarse con ella, en pos de llegar a 2024 con los ánimos polarizados y con una parte de la población cantando, desde antes, el fraude anunciado.