Opinión

Instituciones militantes

¿Deben las instituciones del Estado y de la administración pública estar al servicio de un partido político o someterse a los deseos o ideas personales del presidente de la república? La pregunta parece ociosa y la respuesta es obvia en una democracia constitucional y republicana, pero la manipulación y “captura” que se intenta hacer desde el poder político de dichas instituciones, obliga a poner sobre la mesa nuevamente esta cuestión. El sometimiento de las instituciones por parte del poder político no es algo nuevo, ciertamente. Todos los gobiernos han tenido la tentación de hacerlo, algunos más que otros. Lo que me parece novedoso es que ahora se haga sin disimulo, en nombre de supuestos ideales superiores: el movimiento, la transformación o más aún, el pueblo.

Cuartoscuro

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La arquitectura institucional del Estado y el gobierno es resultado de un complejo y sostenido proceso histórico, político y social. Sus pilares son la Constitución y las leyes, a partir de los cuales cada dependencia, entidad u organismo público ha construido sus marcos jurídicos y normativos específicos que regulan sus acciones particulares. A diferencia de los ciudadanos comunes, los servidores públicos de todos los niveles -incluido el presidente- la burocracia toda, está sujeta también al cumplimiento estricto de normas jurídicas diseñadas para limitar su conducta en el ejercicio de sus funciones. En su actuar, los funcionarios del gobierno, sólo pueden hacer lo que la ley les permite o les exige. Ni más ni menos. Una persona que labora en una institución pública no puede desarrollar funciones o trabajos que están más allá de sus atribuciones legales o que están asignados a otros entes. Cada quién tiene delimitadas sus tareas. Si lo hace estaría usurpando el quehacer de otros y eso es un delito. Si no realiza lo que es su obligación legal, si es omiso en sus tareas y, sobre todo, si esa omisión tiene consecuencias, también eso se considera delito.

Lo mismo sucede con el uso de los recursos públicos. El ejercicio del gasto y los ingresos no están sujetos a la discrecionalidad de quienes los administran. Para ello también existen leyes y reglamentos que establecen obligaciones para no desviar los presupuestos etiquetados y utilizarlos en cosas distintas para las que fueron asignados. Menos aún se pueden utilizar los dineros públicos para beneficio personal o para satisfacer deseos u ocurrencias de los responsables de administrarlos. Los delitos de peculado o desviación de recursos son considerados como daños al erario y cuando se sancionan, obligan a los infractores, entre otras penas, a su resarcimiento.

Adicionalmente al marco jurídico restrictivo de la conducta de los servidores públicos, muchas instituciones tienen códigos de ética que también son normativos y su no acatamiento puede tener consecuencias punitivas, no necesariamente en el ámbito penal, pero sí en el administrativo, como la separación del cargo y la inhabilitación para volver a ocupar un puesto en el gobierno.

Todo esto que forma parte del saber elemental de cualquier burócrata, y debería ser de igual forma del ciudadano común, da la impresión de que no importa mucho cuando la política o la ideología se ponen por encima de la ley y la ética.

Ejemplos de omisión que se explican por la militancia hay varios, basta señalar por su gravedad lo que se ve en materia de derechos humanos y administración de justicia. La usurpación de funciones o invasión de atribuciones las vemos cotidianamente cuando el presidente se mete de lleno a los asuntos que toca resolver a otras instancias del estado, o encarga realizar tareas específicas a funcionarios en dependencias que no tienen facultades para hacerlas. ¡Qué importa, si lo ordena el presidente! El peculado y la desviación de recursos son asuntos un poco más difíciles de observar, pero se sabe de ellos, al menos en grado de tentativa, por testimonios de servidores públicos que dicen haber renunciado por no querer cometer esos delitos.

La intención de empujar a las instituciones a la militancia es muy grave cuando se trata de los órganos de procuración de justicia como las fiscalías, que arman casos para perjudicar a opositores al gobierno o para beneficiar en asuntos privados a aliados y militantes. O de la Suprema Corte, cuando la argumentación de los ministros “afines al movimiento” están cargados de consideraciones de tipo político o ideológico y alejadas de los principios legales que deben preservar. En ocasiones los argumentos de los ministros militantes han sido determinantes para inclinar la balanza en las votaciones de asuntos relevantes o para impedir que alguna norma inconstitucional sea dictaminada como tal. Los casos de la legalidad de la pregunta en la consulta para “enjuiciar a los expresidentes” y de la ley eléctrica, son dos ejemplos. En el primer caso, los sofismas políticos, en especial los del presidente de la corte, tuvieron como consecuencia el ridículo. Con tal de no contrariar los deseos del presidente y declarar su improcedencia, redactaron un galimatías como pregunta. En el asunto de la ley eléctrica, el propio ministro presidente manipuló la votación de sus colegas para no considerarla inconstitucional y así alinearse con el poder político.

Ha habido intentos de profesionalizar a la burocracia de tal manera que, independientemente del partido en el poder, los órganos de la administración funcionen con eficacia y alejados de la sobre ideologización que el gobierno en turno pretende imprimirles. Los intentos por hacer que funcione un servicio profesional de carrera en la burocracia han fallado en el pasado y son francamente desestimados en la presente administración. En el reclutamiento y nombramiento de los mandos medios y superiores ha dominado el requisito metalegal de la lealtad “al movimiento” que aquellos necesarios -establecidos en las leyes y reglamentos internos- para el buen desempeño en el cargo.

La militancia ha sido un escudo de impunidad para algunas personas que han incurrido en faltas legales o éticas y el pretexto perfecto para torcer la orientación de no pocas instituciones. Las que se han resistido al influjo de la ideología política en el poder o no han cedido al control centralizado del líder máximo, las que no han dado su brazo a torcer, son objeto de las presiones más descaradas. Hoy le toca el turno de resistir a la UNAM.