Los relatos en los que se fundamenta la identidad de los pueblos o grupos religiosos tienen similitudes asombrosas. Sin embargo, cada nación o religión presume absoluta originalidad. Las distintas teologías se formaron con la pretensión de ser únicas y verdaderas, sin reconocer la influencia del pensamiento mítico-religioso anterior y sin aceptar coincidencias o tolerar discrepancias con otras. Entre los teólogos y feligreses de las grandes religiones se tiene la creencia de que los libros sagrados y liturgias atienden a revelaciones y dictados de su dios. En consecuencia, son incuestionables por los seres humanos. Lo que no está escrito por el dedo de dios es considerado como mera superstición. Las jerarquías eclesiásticas administran el canon dogmático y ellas arbitran lo que es aceptable y lo que no. La defensa del dogma religioso puede llevar a la intolerancia y a la persecución. Las personas que discrepan, critican o se apartan de una ortodoxia religiosa son considerados con frecuencia enemigos. La excomunión, la condena o la conversión forzosa son correctivos dictados desde los liderazgos religiosos. Se puede decir que todas las grandes religiones han pasado por épocas de intolerancia y persecución.
Las pretensiones de originalidad, exclusividad y veracidad de una fe religiosa se disuelven cuando se profundiza en su contenido y significado y también cuando se comparan sus liturgias. No obstante, las diferentes religiones se han subdividido en iglesias, congregaciones o sectas a partir de la interpretación particular que suelen tener de tal o cual dogma o de alguna parte de sus libros sagrados fundacionales. Los cismas religiosos han tenido lugar precisamente por las diferentes interpretaciones aparentemente irreconciliables y, en ocasiones, después de arduas discusiones bizantinas. Los movimientos ecuménicos -que intentan establecer la unidad del pensamiento religioso a partir de las coincidencias- han fracasado por el apego al dogma y por el fanatismo que sostiene cada grupo.
Existen religiones que se muestran más abiertas y tolerantes, de tal manera que pueden convivir con los que tienen creencias diferentes. Las hay también no solo cerradas e intolerantes, sino que plantean el combate y la eliminación de los que no piensan igual. Cualquier expresión crítica o satírica, aún aquella que se manifieste en el ámbito de la creación artística, puede ser considerada como blasfemia y la persona que la emite, objeto de su furia.
En los estados teocráticos -aquellos en donde el liderazgo religioso ejerce el poder político o en donde el poder político impone una fe religiosa-, la vida de los habitantes que no profesan el credo oficial se vuelve asfixiante. Es aún más preocupante cuando el líder de un estado teocrático quiere imponer su ley fuera de su jurisdicción y condena a ciudadanos de otros estados por proferir una supuesta ofensa a su religión. La amenaza de un gobierno de este tipo a la libertad de expresión se vuelve universal.
Esto fue precisamente lo que sucedió hace ya treinta y cuatro años con la sentencia de muerte que realizó el Ayatola Jomeini, en contra del autor de la novela Los versos satánicos, Salman Rushdie, así como, de todos los involucrados en su publicación. Lo ahí escrito se consideró una ofensa para el Islam, el Profeta y el Corán. La resolución (fatwa) del líder religioso iraní fue emitida con base en la Ley islámica (sharia) y para incentivar su cumplimiento el gobierno ofreció una importante recompensa monetaria. El escritor británico de origen indio logró mantenerse a salvo durante todo este tiempo, hasta que el pasado viernes doce de agosto, un joven de veinticuatro años, de nombre Hadi Matar, simpatizante del extremismo chiíta y residente de Nueva Jersey, lo atacó en un evento público en la ciudad de Nueva York. El atacante no logró el objetivo de asesinarlo, pero lo dejó gravemente herido. Afortunadamente el escritor se recupera satisfactoriamente y, al parecer, está fuera de peligro. La misma suerte corrió el editor noruego de la novela, Wiliam Nygaard, quien fue herido de bala en 1993 y logró sobrevivir al ataque. El que no pudo salvarse de la condena fue Hitoshi Igarashi, traductor al japonés de la novela de Rushdie: fue asesinado en julio de 1991.
La intolerancia y el fanatismo no se presentan únicamente en el ámbito religioso y no sólo en los estados teocráticos. Ocurren en el terreno de las ideologías políticas y en países con democracias liberales. Cierto tipo de liderazgo político tiene inclinaciones típicas de los Ayatolas. Asumen que sus ideas deben ser consideradas las únicas verdaderas e infalibles, como si se trataran de revelaciones divinas. Por ello, no se sienten obligados a contrastar sus ideas con la realidad ni con otras ideas. Condenan y fustigan a las personas que tienen formas diferentes de ver la realidad y exigen de sus seguidores una lealtad ciega y acrítica similar a la fe. Hacen una división maniquea entre las personas del tipo creyentes-herejes, seguidor-enemigo y cuentan entre sus fieles con personas que están siempre dispuestas a inmolarse, de ser necesario, en defensa de su causa. Y esto no es un asunto teórico.
El mismo viernes de la semana pasada un hombre de cuarenta y dos años, Ricky Shiffer, irrumpió armado en las oficinas del FBI en la ciudad de Cincinnati, llamando a los patriotas a matar agentes del buró de investigaciones, un día después del cateo a la casa del expresidente Donald Trump en la Florida. El individuo fue abatido por la policía después de un tiroteo. ¿Qué explica que un seguidor de Donald Trump esté dispuesto a matar y morir en su defensa? ¿Por qué una persona como Shiffer cree que su líder puede violar las leyes de su país sin ser investigado y procesado por las instituciones judiciales? ¿Consideró que la actuación de esa agencia del estado contra su líder era una ofensa contra alguien sagrado, una blasfemia? ¿Podemos considerar las motivaciones de Shiffer y Hadi Matar como realmente equivalentes?
Cuando se observan las consecuencias de la intolerancia religiosa y política, así como de los daños que causa el fanatismo, no se puede dejar de valorar la importancia que tienen el laicismo y la democracia liberal para la convivencia social civilizada.
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