Opinión

Jesuitas (segunda parte): 1767

Pablo Soler Frost es el autor de la única novela que se ha escrito en México sobre la expulsión de los jesuitas en los años postreros de la Nueva España. La editorial Joaquín Mortiz la publicó en 2004 y hasta ahora, según estimo, no se le hecho entera justicia a este volumen que enzarza fabulación y erudición en una misma cuenta. 1767, tal es el título de la novela, reimagina en clave literaria y documenta con un amplio soporte historiográfico un acontecimiento crucial para la historia moderna de México.

La extraordinaria riqueza lingüística de la novela revela el estilo manierista de un autor, como Soler Frost, que es capaz de mimetizar su prosa en el universo verbal y la atmósfera intelectual de sus propias lecturas e indagaciones documentales. Si la novela se escribió en los albores del siglo XXI, es más justo decir que se cocinó a fuego lento en el decurso de tres siglos. El español que desfila por la novela y su estructura misma, que recuerda a las novelas por entregas del siglo XIX, son un paseo ilustrado a través de los universos entreverados de nuestro idioma.

Foto: Cuartoscuro

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¿Por qué importa a la luz de nuestro presente lo ocurrido en 1767 con motivo de la expulsión de todos los miembros de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús del reino de la Nueva España? “Ocurrió hace tanto tiempo –escribe Soler Frost en el prolegómeno de la novela– que tal vez te preguntes (lector) ¿qué tiene todo esto que ver conmigo? Y yo te diría que mucho, pues todo comienza antes”.

“Todo comienza antes”. La sentencia que anuncia el arranque de la novela aplica lo mismo para reconocer la presencia irrevocable del pasado en ese espacio continuo al que llamamos presente, como para recordarnos que la literatura de fuste, aquella que abreva de la tradición, forma parte de un torrente continuo que nunca ha dejado de reescribirse.

Cuando Jorge Luis Borges, en un poema dedicado a Jonathan Edwards escribió: “Hoy es mañana y es ayer”, explicó al pasado como materia constitutiva del presente, y al presente mismo como una suma de aspiraciones de futuro. El presente es para Borges la suma equilibrada de lo que fuimos y de lo que queremos ser, de la misma manera que Soler Frost encuentra en la presencia y el legado de los jesuitas en la Nueva España los cimientos de nuestra posterior edificación nacional; y en su expulsión, el signo fatal que habría de acelerar el derrumbe de la era colonial, y el principio de muchas de nuestras orfandades y nuestros estropicios ulteriores.

La novela de Soler Frost, uno de nuestros pocos autores contemporáneos que se afilian a la tradición de los escritores católicos en México, es también un alegato histórico escrito desde la nostalgia. Una de las múltiples voces narrativas de la novela recuerda el momento final de la partida de los jesuitas desde el puerto de Veracruz, la mañana del 24 de octubre de 1767: “Imagino a la Compañía (de Jesús) como si fuera la flor del maguey, alta fuerte, hermosa, que preludia la muerte de la radiante planta. Se iban, y nosotros nos quedábamos sin ellos”.

Pablo Rayón es el nombre del personaje principal de la novela, un joven criollo de familia acomodada, propietarios de tierras por el rumbo de Malinalco en el actual Estado de México. Como novicio de la Compañía de Jesús, el joven será expulsado del reino y emprenderá junto con los otros expulsos el penoso viaje a Europa saturado de peligros y maltratos. Una travesía en la que muchos jesuitas perderán la vida en el camino.

La novela nos recuerda la insurrección popular que estalló en diversas ciudades del reino en protesta por la expulsión de los jesuitas, durante las cuales en menos de tres meses 85 personas fueron condenadas al patíbulo o decapitadas y expuestos sus despojos en las plazas públicas para disuadir a otros rebeldes. Un preludio elocuente del estallido definitivo que habría de producirse tres décadas más tarde, la prueba social de la contribución de los jesuitas al surgimiento del nacionalismo criollo que condujo a la independencia.

Nos recuerda también el decreto de expulsión firmado por el Marqués de Croix, “Virrey, Governador y Capitán General del Reino de la Nueva España” el 25 de junio de 1767. Las líneas finales del edicto se inscriben con letras de oro en el muro del autoritarismo nacional. El virrey advierte que “usará el último rigor y la ejecución militar”, no sólo contra aquellos que contravengan la orden sino a cualquiera que ose manifestar públicamente su opinión al respecto, “pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar, y obedecer, y no para discurrir, ni opinar en los altos asumptos (sic) del Gobierno”.

“Podían prohibirlo todo –comenta una de las voces narrativas de la novela–, con el despótico lenguaje que acostumbran los que se creen asistidos de absoluta razón; no podían prohibir que la gente llorase. Y en la capital del imperio mexicano se lloró amargamente”.

Entre 1767 y 1769, de los 101 jesuitas de la provincia mexicana que murieron antes de abandonar la Nueva España, durante la travesía por el Atlántico o al pisar suelo europeo, una buena parte provenía de las misiones en el norte del país, ese territorio vasto al que se le llamaba “La Pimeria” habitado por “ópatas, pima, seris, yaquis, tepehuanes, huicholes, coras, (y) tarahumaras”. Debieron cruzar a pie la geografía nacional desde el norte árido hasta el puerto de Veracruz, en ocasiones atados de las manos y escoltados por militares como si fueran delincuentes. Antes de zarpar, escribe Soler Frost; “más parecían esqueletos de hombres muertos que figuras de hombres vivos”.

Lo anterior nos regresa al propósito inicial de esta serie: recordar que el trabajo pastoral de los jesuitas en el norte del país se remonta varios siglos atrás, y que la tragedia de Urique tiene una dimensión histórica mucho más profunda que es preciso estudiar. 

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