Opinión

La limpieza de las ciudades: los quebraderos de cabeza de los virreyes

Avanzaba el siglo XVI cuando las autoridades regañaron a los habitantes de la ciudad de México: estaba prohibido que dejaran sueltos a los cerdos, que, con rapidez, se habían convertido en animales que se criaban en muchos hogares. Pero como los bichos comían cualquier cosa, la manera más sencilla de mantenerlos era dejarlos que buscaran solos sus alimentos. En consecuencia, la ciudad estaba llena de sus desechos. Y cuando no eran los cerdos, eran los propietarios de caballos, que se habían aficionado a bañar a sus corceles en la vía pública. Estiércol, agua sucia, lodo. A eso se reducían muchas de las calles de la joven capital del reino de la Nueva España. Un poco desesperadas, las autoridades anunciaron que, para empezar, se incautarían los animales. Luego, avisaron que las multas aplicadas a los españoles se pagarían en monedas de oro, para que doliera de verdad. Y si los infractores eran indios o negros, o mozos de ínfima calidad y rango, el castigo sería de diez azotes.

Foto: Especial

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Pero ni por esas. La ciudad de México saltó al siglo XVII sin ser la mitad de limpia que había sido en los tiempos del esplendor mexica, y eso que, antes de que se cumplieran cien años de refundada la ciudad, habían surgido algunas medidas importantes, pero que no acababan de solucionar el problema.

Claro, la actividad económica se había diversificado, pero traía sus complicaciones: las curtidurías generaban una cantidad de desechos brutales, y las autoridades lo resolvieron especificando zonas donde deberían establecerse, para no marear a toda la población con los olores que de ellas emanaban. También se regularon los rastros, porque quienes se dedicaban a la matanza de animales para consumo humano tenían la pésima costumbre de arrojar a la calle la sangre y las vísceras.

La mejor idea que tuvieron las autoridades citadinas en el siglo XVI fue fijar tres puntos a donde la gente podría ir a depositar la basura que se producía en las casas: uno estaba en la ruta hacia Tlatelolco, pasando lo que sería el gran convento de Santo Domingo; los otros dos ¡era tan pequeña la ciudad! Eran espacios “en la laguna atrás de las casas de Andrés de Tapia y Mancilla” y “atrás de las casas de Pedro Solís”. Hacia 1570 se dispuso que la basura se tirara “en la laguna contigua a la iglesia mayor”, es decir, la Catedral, porque se necesitaba rellenar aquel suelo cenagoso para avanzar en la construcción del templo. Luego, hacia 1580 se resolvió que toda la basura vegetal y las mil y una inmundicias que se sacaran de las acequias deberían depositarse en los muladares colocados en las afueras de la ciudad, rumbo a Iztapalapa.

Con todo, no era tarea fácil contener la oleada de basura. Se nombraron visitadores que vigilaran que las calles se mantuvieran más o menos limpias, y cuando las cosas volvían a ser incontrolables, se autorizaba la contratación de grupos de indígenas que se dedicaran a recoger el mugrero. Primero se pensó solamente para la limpieza de las acequias, pero después aquellos “operativos” se ampliaron a la limpieza de las calles y la desaparición de los muladares que aparecían por toda la ciudad con una enorme facilidad.

En 1586, el Cabildo intentó instituir la recolección de basura empleando carromatos que recorrían las calles. Aunque era una solución, la más sencilla de todas, que evitaba la acumulación de desperdicios, y que es el origen de los actuales servicios de limpia, a la hora de la hora no todos estuvieron de acuerdo y se volvió al mecanismo ineficaz, pero muy autoritario, de vigilar a los vecinos y denunciarlos cuando arrojaban los desperdicios a la calle.

Como las cosas no mejoraban, a alguien se le ocurrió la idea de contratar particulares que se hiciesen cargo de la recolección de basura. Aunque la idea no era mala, las actas del cabildo correspondientes a 1596 aseguran que nunca antes había estado tan sucia la ciudad de México. Todavía no cumplía un siglo de vida y ya tenía problemas que parecían irresolubles.

EL VIENTO DE LA MODERNIDAD

El siglo XVII fue terrible para la capital del reino: menudearon epidemias de enfermedades de origen indígena, como el cocoliztli, y de origen europeo, como las viruelas. Por si fuera poco, fue en ese siglo cuando las lluvias torrenciales de 1629 inundaron la ciudad de México, y pasó más de un año antes de que las aguas se retirasen. Desde luego, el cabildo tenía preocupaciones más urgentes que acabar de arreglar el problema de la basura. Hubo sequías, hambruna, y por tanto tumultos de desesperados que exigían un poco de maíz para no morir de hambre. ¡tiempo iban a tener los señores del cabildo para determinar qué hacían con la basura!

Se volvió a intentar el asunto de los carros recolectores; sus conductores tocaban a las puertas de los hogares, para recoger los desperdicios del día. Pero realmente las cosas no acababan de resolverse: seguían arrojando las aguas sucias a la calles, seguían arrojando animales muertos a canales, acequias y calles.

Con el siglo XVIII llegó la modernidad en el bolsillo de los virreyes de la segunda mitad del siglo. Primero, llegó don Antonio María de Bucareli y Ursúa que, en enero de 1777 se inauguró el que llamaban el “hospital de los locos” junto al templo de San Hipólito, y apenas unas semanas antes había abierto la Casa de las Mujeres Pobres, destinada a resguardar a las desdichadas que, por azares del destino, carecían de padres o esposos que vieran por ellas. El virrey creía que el progreso se podía manifestar en las pequeñas cosas de la vida diaria, como atender a los desamparados, que, sin hogar, también formaban parte de la gran masa insalubre de la ciudad.

Luego decidió que la capital del reino tenía que tener calles bien empedradas y procurar que los buenos súbditos del rey pudieran caminar por la ciudad de México sin que, de pronto, fueran bañados con las “aguas servidas”, que así se les llamaba en el siglo XVIII, con su mortífero contenido de orinales y bacinicas.

Pero cuando las cosas mejoraron de verdad, fue cuando llegó su sucesor, casi una década después: don Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla, el segundo conde de Revillagigedo, designado por Carlos IV, que decidió darle continuidad a la buena voluntad de su padre, el rey Carlos III, que había muerto en diciembre de 1788: un monarca que amaba la arqueología y aspiraba a tener en sus dominios ciudades limpias y bien puestas.

Revillagigedo mandó ponerle desagües a las calles y empedrarlas de nuevo. Hizo numerar las casas y diseñó el primer servicio de limpia y recolección de basura permanente, sólido y en manos de la autoridad pública que hubo en esta capital. Nuevamente se echó mano de los carromatos recolectores, y de aquellos años, los últimos del siglo XVIII data el uso de la campana que, hasta la fecha nos avisa que ha llegado el camión de la basura.

Como la ciudad de México era, de noche completamente incierta y oscura, mandó a poner un alumbrado público. en forma.

Limpieza era uno de los rasgos fundamentales de aquel virrey muy moderno, quien, no bien llegó al palacio y se dio cuenta de que los patios eran un verdadero desastre, los mandó a limpiar a fondo, y prohibió que nadie fuera a tirar la menor brizna de desperdicios. Volvió a ordenar que los perros no anduvieran sueltos, y que sus propietarios los resguardaran o dentro de los hogares o los amarraran a las puertas de las casas.

Revillagigedo decidió ir a fondo y darle a la capital de la Nueva España una plaza mayor a la altura de la importancia del reino. Implicaba mucho trabajo, porque aquella plaza, como la conoció el virrey a su llegada, era un muladar. Operaba un mercado compuesto por tenderetes endebles y mal cuidados, repletos los techos de basura y cachivaches. El empedrado era desigual y feo, la basura se acumulaba por montones, y la letrina pública despedía un hedor insoportable. Para colmo, en los días de lluvia, el viejo lago hacía recordatorio de su presencia, y la plaza se convertía en un lodazal.

Revillagigedo puso la plaza patas arriba. La mandó limpiar y despejar en diciembre de 1789 para llevar a cabo las celebraciones de la llegada al trono español del rey Carlos IV. No bien se terminaron las fiestas, Revillagigedo reveló su plan: ordenó al corregidor intendente de la ciudad, Bernardo Bonavía y Zapata, que impidiese el regreso de los vendedores a a la plaza –como puede verse, hay cosas en esta ciudad que no cambian- y que los concentrase –hoy dirían “reubicarse”- en la plaza del Volador.

Encarrerado, Revillagigedo mandó tumbar el muro del atrio catedralicio, quitó las tumbas del cementerio del Sagrario y las mandó unas calles atrás, al colegio de San Pedro y San Pablo; desmontó la fuente que todos conocía como “La Pila” y pasó la horca a otra plaza. Limpió el terreno, se procuró nivelarlo. Cuatro nuevas fuentes llegaron a ocupar las esquinas de la plaza, y se mejoró el embarcadero de la Acequia Real, que llegaba hasta el costado sur del real palacio. Desde luego, había que poner un nuevo empedrado, parejo y bien hecho. Mucha agua, mucha limpieza.

Sólo entonces, el virrey tuvo su premio. En agosto de1790, apareció Coatlicue, la sorprendente madre de los dioses. Revillagigedo tuvo el buen sentido de no mandarla a destruir, para gloria de la ciudad que se esforzaba por volverse moderna y limpia.