Opinión

México-EEUU 200 años (I), el discurso de Poinsett de 1822

Sólo un capricho del almanaque explica que el pasado 12 de diciembre celebrásemos simultáneamente en México otro aniversario de la aparición guadalupana y el bicentenario del establecimiento de nuestras relaciones diplomáticas con Estados Unidos, lo que da ocasión para retorcer una vez más la famosa sentencia de Porfirio Diaz: “pobre de México, tan cerca del Tepeyac y tan lejos de Washington”.

El bicentenario de nuestras relaciones diplomáticas con el vecino del norte -las más importantes, pero también la más complejas de todas las que hemos establecido con otros países a lo largo de dos siglos de vida independiente- representan una nueva oportunidad a ambos lados de la frontera para revisar desde una perspectiva crítica y documentada esta historia pendular de claroscuros, odios y simpatías, colaboración y confrontación, sujeción e insumisión, a partir de un hecho incontrovertible: compartimos un pasado en común y un presente de creciente integración no menos desafiante que alentador.

Me sumo a esta celebración por la cual gobiernos e instituciones académicas de ambos países han organizado una agenda amplísima de actividades memoriosas y reflexivas en los próximos meses, dedicando las próximas entregas de esta columna a recuperar algunos aspectos notables y un tanto olvidados de esta relación bicentenaria.

Me detengo para esta primera y segunda entregas en un discurso de gran trascendencia histórica pronunciado en el Congreso de los Estados Unidos el 28 de marzo de 1822. Lo pronunció un personaje de enorme talento, visionario, cosmopolita y audaz, a quien la historiografía mexicana -no sin razón- ha arrinconado en la galería de los grandes villanos de la relación bilateral: el representante al Congreso por el estado de Carolina del Sur, y a la postre primer enviado diplomático de Estados Unidos en México, Joel Roberts Poinsett (1779-1851).

Joel Roberts Poinsett

Joel Roberts Poinsett

Aquel discurso tiene un enorme impacto histórico por tres razones: porque abrió las puertas al reconocimiento de Washington de los gobiernos de las naciones latinoamericanas recién emancipadas de la corona española; porque logró convencer a los congresistas de la necesidad de aprobar una partida presupuestal para abrir representaciones y enviar misiones diplomáticas a México y Sudamérica; pero sobre todo porque sembró la semilla ideológica y la visión geopolítica que condujo poco después a la formulación de la Doctrina Monroe, que bajo el lema “América para los americanos” sancionó el proyecto hegemónico de Estados Unidos en su patio trasero, el cual se desplegó a todo lo largo del siglo XIX y el XX.

Perteneciente a una familia prospera de hacendados esclavistas en Carolina del sur, de padre inglés y madre francesa, desde muy joven y hasta la edad universitaria Poinsett se formó principalmente en el Reino Unido. Tras concluir sus estudios de derecho, medicina e ingeniería militar en Londres y en Connecticut, viajó extensamente por Europa y sedujo con sus múltiples talentos a las monarquías azotadas por la expansión napoleónica. Visitó Francia, Italia, España, Portugal, Suiza, Suecia y Finlandia. Trabó amistad con Federico de Prusia y por invitación del Zar Alejandro I visitó además de Rusia, Crimea, Ucrania, Uzbekistán y Armenia.

Regresó a Estados Unidos con apenas 30 años de edad y en 1911 el presidente James Madison lo nombró cónsul general en Argentina, Chile y Perú, lo que lo convirtió en testigo directo de la decadencia del imperio español y experto en los procesos incipientes de independencia de las colonias españolas en América.

En 1815 concluyó la misión diplomática y a su regreso incursionó en la política local, por lo que al año siguiente ganó la elección para ocupar un asiento en la legislatura de su estado. En 1821, al cobijo del Partido Demócrata, obtuvo un escaño en el Cámara de los Representantes en Washington, puesto en el que logró reelegirse en dos ocasiones hasta que en 1825 fue nombrado ministro plenipotenciario -equivalente a Embajador- de Estados Unidos en México, en el gobierno del presidente John Quincy Adams.

Aquel 28 de marzo de 1822 Poinsett subió a la tribuna para hablar en una sesión plenaria del Congreso en la que se discutía el informe del Comité bicameral de Relaciones Exteriores en relación a las provincias americanas de España que habían declarado su independencia:

“He residido mucho tiempo en los países que ahora se nos pide elevar a la categoría de naciones. Estoy tan íntimamente familiarizado con las causas y las características de la revolución que han emprendido, que consideró mi deber expresar al Comité (de Relaciones Exteriores), tan brevemente como sea posible, la información que poseo sobre este particular”.

Su alegato mezcla razonamientos históricos, políticos, filosóficos y religiosos para denostar a la corona española y denunciar el estado de explotación, injusticia y abandono con el que mantenía a sus colonias americanas. A la manera de Humboldt -a quien conoció en Alemania- acompañaba sus argumentos con una batería profusa de información estadística para demostrar el gran potencial económico y comercial de la región.

Hace un repaso breve de los principales acontecimientos políticos y militares de la última década tanto en España como en las colonias insurrectas y al referirse a nuestro país apunta: “México, donde la revolución de independencia comenzó en un periodo anterior y donde después de una lucha desesperada pareció que la revolución se extinguía, es ahora independiente. El espíritu de la revolución continuó latiendo en su pueblo. Hidalgo y los gallardos combatientes que cayeron en el movimiento revolucionario no murieron en vano”. (continuará)