Opinión

México-EEUU 200 años (III), Poinsett como agente confidencial

En las dos entregas anteriores de esta serie revisamos el célebre discurso del congresista del Partido Demócrata -representante de Carolina del Sur-, Joel R. Poinsett, por el cual el 28 de marzo de 1822 el Congreso de los Estados Unidos aprobó el reconocimiento de México y de otras ex colonias hispanoamericanas como naciones independientes, y autorizó una partida presupuestal con el fin de establecer representaciones diplomáticas en los países recién constituidos al sur de su frontera.

Poco después -en el mes de septiembre de ese mismo año- el presidente, James Monroe, y el Secretario de Estado, John Quincy Adams, le encargaron a Poinsett realizar una visita de carácter confidencial a México para conocer de cerca la situación política del país, en el tiempo en el que Agustín de Iturbide se había erigido como Emperador de México.

Joel Roberts Poinsett

Joel Roberts Poinsett

Las figuras de “visita confidencial” y de “agente secreto” -que definen el primer viaje de Poinsett a México- no se usan más en el vocabulario de la diplomacia moderna. No aludían en modo alguno que la visita tendría que transcurrir en la clandestinidad o a la manera de un espía encubierto, sino simplemente a que el visitante no viajaba con la representación oficial del gobierno de su país, y por lo tanto tenía cierto carácter privado su visita, aunque no por completo. Carecía pues Poinsett de autorización para tomar decisiones o expresar posturas a nombre del gobierno de los Estados Unidos, pero el país receptor quedaba en el entendido que todo lo visto y conversado con el visitante sería reportado más tarde y tomado en consideración en Washington.

Tan es así que en las nueve semanas que duró la visita “confidencial” de Poinsett -entre el 27 de octubre que desembarcó en Veracruz, y el 23 de diciembre que regresó a su país desde el puerto de Altamira en Tamaulipas- se entrevistó en Palacio Nacional con el ministro de asuntos exteriores del Imperio Mexicano, Andrés Quintana Roo, con el emperador mismo, con el padre y la hermana de Iturbide, con el Ministro plenipotenciario de Colombia -formalmente acreditado en México como diplomático- y, muy especialmente, con políticos y diputados opositores a Iturbide algunos de los cuales -como José Joaquín de Herrera y otros legisladores anti monarquistas- se encontraban presos en el Convento de Santo Domingo. Tuvo pues el visitante “secreto” acceso a la cárcel sin que nada ni nadie se lo impidiera. Confidencial o no, nadie dudaba del enorme poder del país al que representaba -no formalmente- aquel carismático político de 43 años, que además hablaba español con notable fluidez. Nadie se hubiera atrevido a cortarle el paso.

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Poinsett tomó notas a lo largo de su viaje y en cada conversación que sostuvo. El resultado es un pequeño libro que publicó dos años después con el título “Notes on Mexico, made in Autumm 1822”, y en el que prefirió ocultar su nombre para solamente firmarlo como “un Ciudadano de Estados Unidos”. Este texto -que funda a su manera una tradición de esfuerzos a ambos lados de la frontera por estudiarnos, comprendernos o vilipendiarnos a lo largo de dos siglos- se ha traducido y reeditado en muchas ocasiones. (La edición que yo tengo se la debemos a la editorial Jus y se publicó en 1950).

Poinsett pretendía con su viaje confirmar algo que ya suponía: la fragilidad del gobierno imperial de Iturbide, el estado de división y precariedad económica y política que pesaban sobre el nuevo país, y el deseo de tener como vecino no a una monarquía de pacotilla -que en cualquier momento podría aliarse a una potencia europea o España misma- sino a una república con un sistema político moderno, amiga de los Estados Unidos. Documentar estas convicciones era el propósito fundamental de su visita. La historiografía mexicana -que se empeñó en presentar a Poinsett como el primer “gran villano” del norte- le confieren al visitante la misión de desestabilizar al imperio y conjurar en su contra. En realidad no es para tanto: el gobierno de Iturbide era ya insostenible y cayó por su propio peso pocos meses después.

Cuando Poinsett llegó a Veracruz la fortaleza de San Juan de Ulua aún estaba en posesión de las tropas realistas fieles a España, mientras que un joven militar controlaba las entradas y salidas del puerto: Antonio López de Santa Anna. Fue él quien le permitió desembarcar desoyendo las órdenes en contrario que recibió desde la capital del Imperio, y fue precisamente de Santa Anna de quien tuvo noticias, semanas después, cuando estaba por zarpar de regreso a Estados Unidos. Aquel joven impetuoso -que lo recibió con un banquete y le facilitó transporte y custodia para viajar al centro del país- se había levantado en armas contra el emperador Iturbide. “Un bote que vino de tierra hoy en la mañana nos trajo la importante noticia de un levantamiento en Veracruz contra el gobierno imperial”, escribió Poinsett en la entrada de su diario fechada el 23 de diciembre de 1822, a bordo de la goleta Ned, en la víspera de la navidad.

Poinsett estuvo en Veracruz, Puebla y la Ciudad de México, En su camino de regreso pasó por Querétaro, Guanajuato y San Luis Potosí. En todo este largo periplo se entrevistó con decenas de mexicanos -políticos, militares, curas, lo mismo que gente de a pie- sólo para llegar a la misma conclusión: “algunas de las personas con quienes he conversado aquí han trabajado para convencerme de que Iturbide fue elevado al trono por la voluntad unánime del pueblo. Eso apenas lo puedo creer. Que un país, tras de sufrir las consecuencias de un gobierno mal organizado, y después de experimentar durante algún tiempo todos los horrores de la anarquía y de la guerra civil, se refugie en el despotismo, no es raro ni poco frecuente; pero que se conforme con vivir bajo un gobierno arbitrario, inmediatamente después del triunfo de una revolución, me parece lo más extraño”.