Opinión

Monjas coronadas o las fiestas de las novohispanas esposas del Señor

En esas imágenes se plasmó un momento de fiesta espiritual: la joven novohispana que entraba en religión abandonaba los placeres y las alegrías terrenales de su época, para abrazar, idealmente, una vida de oración y recogimiento. Hoy sabemos que la vida en los conventos de la Nueva España podía ser de una intensidad interesante, debido a la elección de las superioras y otros cargos relevantes, y algunas de ellas tuvieron, reja de locutorio de por medio, una cierta vida social. Monjas hubo que se rebelaron cuando se les quiso prohibir el uso de alhajas, o el consumo de chocolate.

Pero en lo que no hay diferencias, es que para todas ellas, desde la religiosa más humilde hasta nuestro Fénix, Sor Juana Inés de la Cruz, el día que entraron en un convento para no salir nunca más, después de uno o dos años de noviciado, fue una jornada de fiesta, solemne y al mismo tiempo opulenta: esa es la historia que nos cuenta el género pictórico, completamente novohispano que hoy llamamos “de monjas coronadas”.

Los cronistas tradicionales de las letras mexicanas, como Luis González Obregón o Artemio de Valle Arizpe, se solazaron en narrar cómo una muchacha novohispana entraba en religión. Salvo la excepción del convento para indias caciques de Corpus Christi, en el resto de los monasterios de la Nueva España entraban jóvenes criollas, quienes se les requería el pago de una dote, que aseguraría su subsistencia muros adentro del sitio que la recibía para siempre. Aquellas crónicas hablan de jóvenes que, al decidir la consagración de su existencia a la vida religiosa, abandonaban por unas horas el convento, para volver a su hogar, y, rodeadas de sus amistades cercanas y sus familiares más queridos, hacía un recorrido por la ciudad donde había nacido, festejada y engalanada. Recibía numerosos obsequios, de buenos a lujosos, de sencillos a ostentosos, que irían a engordar la dote con la que el convento y la orden elegidos la recibían.

Luego, volvía al convento para ingresar en definitiva. Era el día de sus esponsales con Cristo, y además de vestir el hábito, lucía el espléndido tocado, símbolo del festejo espiritual que la involucraba: eran flores del jardín del señor, y como tales se rodeaban de delicados pero trascendentes detalles.

UNA NUEVA ESPOSA DE CRISTO

En toda ceremonia de profesión llevaba la nueva monja elementos con sentido litúrgico: el velo, la palma, el anillo, la corona. Al colocarles la corona en la cabeza, se les pedía a las nuevas monjas que recibieran el signo de Cristo sobre sus cabezas; las palmas eran símbolo de la virginidad que consagrarían a Dios.

Todas hacían votos de castidad, de pobreza -cumplido este con relatividad y mucha flexibilidad, dependiendo de la orden- y obediencia. También hacían voto de clausura: jamás volverían a trasponer los altos muros del convento.

Y aunque se trataba de la entrada en una vida de modestia y recogimiento, esa, la última gran ceremonia pública, que la nueva monja protagonizaría en vida, resultaba fastuosa: era presidida por un arzobispo y de funcionarios reales. A esa nueva monja se le arropaba con flores y joyas exquisitas; después de aquella jornada, quienes le habían sido más queridos y cercanos, no volverían a tener contacto estrecho con ella.

Ese es el origen de los retratos que llamamos “de monjas coronadas”: la voluntad de algunas familias, con los recursos suficientes, para conservar la imagen de la hija o hermana que entraba en religión. En ocasiones, esas familias no volvían a ver a la muchacha que dejaban en la clausura. Por eso se les representaba en el momento más relevante, el inicio de su nueva existencia, a veces con la mirada inquieta y fresca, mirando al artista; en ocasiones, con la mirada baja, en señal de recogimiento y modestia.

Por eso las vemos, trescientos o cuatrocientos años después, engalanadas con sus hábitos, los ropajes que vestirían el resto de sus vidas, con los símbolos de su profesión y tocadas con sorprendentes coronas de flores, a cual más grande y elaborada, con velos donde se engastaban perlas y gemas elaboradas exclusivamente para vestir a aquella mujer que renunciaba al mundo. A algunas de ellas las retrataron llevando en sus brazos imágenes del niño Dios, y los ropajes de la imagen solían ser tan ricos como los de su propietaria. No vestirían de la misma forma en el día a día de la existencia conventual:

Es cierto que no todas aquellas religiosas entraban a los conventos por su voluntad, pues a veces había intereses económicos o sociales de por medio, tener una parienta monja en alguno de los monasterios más ricos o más influyentes, era también un toque de distinción. En un mundo como el novohispano, donde los destinos femeninos de los grupos sociales con más recursos no eran muchos, la vida conventual era uno de los más importantes. El otro, desde luego, era el marcado por el matrimonio.

LOS RETRATOS

Los retratos de monjas coronadas son una ocurrencia propia de la sensibilidad novohispana; en ningún otro reino de la América española floreció este género. Si bien se han localizado algunos cuadros que se remontan al siglo XVII, la mayor parte de las piezas que se conservan se produjeron en el siglo XVIII. Por eso estos retratos sorprendentes son una más de las manifestaciones de identidad que se fueron labrando a lo largo de los siglos.

¿Existieron aquellos ropajes, aquellas galas, aquellas coronas? ¿No eran meras fantasías del barroquismo novohispano? La investigación histórica confirma la existencia de aquellos ritos deslumbrantes: están las crónicas de las profesiones, y la investigación de las tumbas monjiles. Porque algunas de aquellas mujeres volvieron a ser coronadas con flores y hermosos detalles en el momento de la muerte. Retratos hay que representan no a la joven alegre y emocionada que va a desposarse con el Señor, sino a la monja anciana que, después de una vida edificante y piadosa, va al cielo, y su cuerpo es nuevamente coronado de flores. Y si la religiosa había tenido una vida sobresaliente y destacada en la virtud, probablemente se le volvería a retratar, el gesto adusto, las arrugas de la edad o del sufrimiento marcadas en el rostro, y los ojos cerrados para siempre.

Quienes han explorado aquellos sepulcros han encontrado los armazones de esas coronas esplendorosas; y en ellas, briznas apenas de lo que un día fueron flores naturales de intensos colores. Se han encontrado también capullos, hojas y pequeñas figuras modeladas en cera coloreada. Son ceniza, son rastros de memoria. De ellas sabemos poco, casi nada. De algunas quedan unas pocas páginas, conservadas en las crónicas de los conventos.

Afuera, en el ruido del siglo, ellas todavía contemplan a quienes las admiran en silencio. La riqueza de sus coronas se vuelve tentación para el cronista y para el narrador.

Monja Coronada

Monja Coronada