Opinión

Mi hermana Pepita

Mi hermana nació el 29 de enero e 1938 en plena Guerra Civil española. En la cuna junto a ella, en un hospital de Barcelona, cayó un pedazo de metralla. Por fortuna sin consecuencias, no había ahí ningún recién nacido. Ese mismo año el gobierno de Juan Negrín comenzó un periplo itinerante, y con él, mi padre, joven magistrado de la Suprema Corte, y su familia, siguieron la misma ruta. Llegaron a Francia y allí , gracias a que papá era ciudadano francés por haber nacido en Argelia y con la ayuda del Partido Comunista, él, mi madre y mi hermana pudieron vivir tranquilos hasta mediados del año 1940, en que entraron los nazis a Francia. En una noche mis padres decidieron embarcarse en Burdeos rumbo a América

Pepita llegó muy chiquita a México. Estudió en el Garside School, luego en la Secundaría 18, después en la Academia Hispano-Mexicano y finalmente se matriculó en la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estuvo en Europa un par de años y regresó para escribir una tesis complicada por el tema “ Hernán Cortés en la conciencia conservadora y liberal”. Terminó su grado de maestría y Luis de Llano Palmer, muy cercano a mi familia, la invitó a participar en un concurso de una programa televisivo estadounidense, The Romper Room, que se adaptaría a México. Con su belleza, su gracia y su inteligencia ganó el concurso y la prepararon en Baltimore, Maryland. Así nació Telekinder, a principios de los años sesenta. Fue un éxito. Los niños, entonces no veían más que caricaturas dobladas al español. A mí me había tocado, únicamente un día a la semana, Teatro Fantástico, con el genial Enrique Alonso, que se transmitía los domingos en la nochecita. Cuando Telekinder, yo tendría once o doce años, y el programa estaba dirigido a niños de Kinder y se transmitía de lunes a viernes. Ahí empezó una nueva carrera para Pepita. Su vida dio un giro de 360 grados, dejó la vida académica, se casó con el actor Héctor Suárez, abrió un colegio llamado Pepita Gomís y luego condujo otros programas televisivos. Tuvo dos hijos, Héctor y Julieta, se interesó por el ocultismo, se volvió numeróloga. Debo confesar que sus Interpretaciones de los números eran muchas veces aterradoramente precisas.

Con nadie me he reído tanto en la vida como con ella. Creo que eso sólo sucede entre hermanos. También nos enojábamos muchísimo una con la otra. Pepita me dejaba de hablar. En sus últimos días, me decía una y otra vez que se quería morir y yo enfurecía. Hoy me doy cuenta que era un deseo muy legítimo, no en relación a las religiones, pero sí como planteamiento filosófico. No sé si se encontraba deprimida. Llevaba mucho tiempo encerrada en su casa. El espacio lo fue limitando hasta no salir de su habitación. Después de un cirugía de cadera, tuvo varios problemas con las prótesis, eso devino en varias operaciones más y perdió el tono muscular. Durante un buen tiempo hizo todo lo posible por rehabilitarse. La visitaba una fisioterapeuta, pero supongo que padeció que mi sobrina se fuera a vivir a Minnesota, donde formó su familia, y que mi sobrino se convirtiera en una suerte de hijo pródigo que no volvía. Este año que acaba, Héctor dejó de tener su residencia en Miami y se quedó en casa de su mamá temporalmente. Mientras se ha dedicado a nuevos proyectos de trabajo, cumplió con la parábola bíblica. Héctor cuidaba a su madre, conversaba con ella todos los días y se hacía cargo de mejorar sus malestares. La hizo reír mucho. Pero mi hermana dejó de disfrutar lo que podía disfrutar hace un par de meses.

Cuando el escritor Salvador Elizondo se encontró mal, me contaba su mujer, Paulina Lavista, que todos los días pedía “el don de la muerte”. Bueno, pues lo mismo le sucedió a mi hermana. Resulta imposible comprenderlo, pero ocurre. Se trata de un tema que debiera de considerarse por la medicina. Los existencialistas lo abordaron drásticamente: el suicidio. No hay suficiente escrito al respecto. ¿Qué hacer con alguien que no es paciente terminal pero que ya no quiere vivir? Sabemos lo que contestan al respecto las religiones, y las religiones, todas, han sido concebidas a la imagen y semejanza de la moral humana. En su diálogo Fedón, Platón se refiere a la muerte de Sócrates y el final de la vida lo presenta como una ganancia. En realidad, toda filosofía, como proponía, Schopenhauer, tiene detrás de sí, como gran pregunta, la sombra de la muerte, lo cual, a mí, me aterra. En cambio a Pepita, no. Su relación cercana con la filosofía oriental, en específico, el hinduismo, la llevó a creer en otro estado de “vida” e, incluso, en la reencarnación. Leyó mucho al respecto, meditó, visitó la India y permaneció una buena temporada, junto con mi sobrina Julieta, en el ashram de Sidda Yoga.

Todos deberíamos poseer un pensamiento, una pedagogía de la muerte. La cultura occidental la escamotea, las religiones, especialmente la católica, la “idiologizan”.

Con todo esto no quiero decir que mi hermana optó por la máxima de Albert Camus, la de que toda filosofía se resumen en suicidarse o no. Simplemente murió en brazos de mi sobrino Héctor. Le llegó la muerte como ella quería , mientras que a sus hijos, a sus nietos y a mí nos dejó aturdidos, sumamente tristes y con cierta sacudida cercana a la liberación. Para ella se acabó el pasarla mal, porque moría porque no moría.

Cabe agregar, que Pepita fue siempre para mí un modelo, un ser fascinante, terrible a veces y, la mayor parte del tiempo, la hermana de hermanas. Su muerte duele, nos duele. Los suyos hemos empezado a padecer un aguijón clavado en el cuerpo y en la intangibilidad del alma.

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