Opinión

Nana centenaria

María Adelaida Rodríguez Saura nació en Cárdenas, Cuba, el 20 de marzo de 1923. Eso significa que, a la fecha de esta publicación, habría cumplido cien años. Era hija de un ferrocarrilero y sindicalista, Francisco Rodríguez Gómez, y de una ama de casa muy joven (tenía 19 años cuando tuvo a Nana, la tercera de sus hijos), Adelaida Saura Nodal, Lala. Desde chiquita todo mundo le dijo Nana, salvo su hermano mayor Frank, que le decía Cocoliso.

Cuando Nana era niña, la familia se mudó a La Habana, a un apartamento en la calle de Infanta, en el centro de la ciudad. Contaba Nana que, de niña, desde el balcón de ese apartamento, que estaba en un cuarto o quinto piso, vio una masacre en contra de huelguistas: figuritas que corrían y que caían por las balas de soldados a caballo.

Cubanos y cubanas participan en la procesión de la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba, este jueves 8 de septiembre en centro Habana.

Cubanos y cubanas en el centro Habana.

EFE / Ernesto Mastrascusa

Años después, Nana ingresó a la Universidad de La Habana, para estudiar derecho. Se graduó con honores en 1945. Era salidora, divertida y tuvo muchos novios. Eran tiempos de guerra y se pintaba la rayita en las piernas, para aparentar que llevaba medias. Una vez iba con amigas y su prima Mirta vio un turista guapo al que le gritó: "Americano, tírame un beso". Nana, en cambio, le gritó: "Americano, ¡tírate un pedo!".

A Nana le gustaba la política, y fue muy activa en la política estudiantil de la época. Llegó a ser la única mujer en la dirección de la Federación de Estudiantes Universitarios, en los años en los que el líder de la FEU era un estudiante más joven, llamado Fidel Castro, quien era miembro -como ella- del Partido Revolucionario Ortodoxo, una organización de izquierda populista. En ocasiones, los activistas se reunían en casa de Nana y su mamá les quitaba las pistolas antes de entrar.

Luego de recibirse -y de rechazar la oferta de matrimonio de un novio que quería que ambos vivieran con la mamá de él-, Nana trabajó como defensora de oficio para casos penales en Camagüey, en el este de Cuba. Vivía en una casa de huéspedes. Un día de 1947, sus compañeras de la casa le dijeron que había llegado un nuevo huésped, un caballero muy guapo, un vendedor, un tal Abelardo Báez. Esa noche, a la hora de la cena, al ver al hombre, exclamó en voz alta: "¿Este es el hombre que me decían? ¡Yo no lo veo tan guapo!". El nuevo huésped de la casa se puso detrás del asiento de Nana, la tomó de los hombros y le dijo: "Te vas a casar conmigo". Ella respondió: "Jamás".

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Tres semanas y una gran cantidad de ramos de flores después, Nana y Abelardo se casaron, aunque la ceremonia religiosa tuvo que ser suspendida, porque una de las exesposas de Abelardo se presentó en la iglesia a hacer escándalo. Se comprobó posteriormente que los dos matrimonios anteriores de Abelardo fueron civiles, y que estaba divorciado. Pero para entonces, la pareja ya no estaba interesada en una boda religiosa.

Abelardo también era del Partido Revolucionario Ortodoxo y se dedicaba a la organización del Sindicato de Perfumistas. Para entonces, la situación política de Cuba se había puesto color de hormiga, así que Abelardo y Nana decidieron mudarse a México, donde vivían casi todos los hermanos del marido, que allí había vivido de adolescente.

En México, el esposo de Nana tuvo éxito como vendedor de perfumes, primero, y luego como gerente de ventas. Vivieron primero en la capital, luego un tiempo en Monterrey y al final pasaron a la Ciudad de México -con Nana embarazada de su primer hijo-. En México, Nana entró al negocio de los departamentos amueblados (los rentaba vacíos, los amueblaba y decoraba, y los rentaba a un precio más alto), que es algo que le ocuparía toda la vida.

En los años cincuenta, Nana todavía estaba activa políticamente. Como miembro del Directorio 26 de Julio, tenía escondida propaganda y dinamita en su casa, que viajarían en el Granma para ser usadas por Castro y los rebeldes en su guerra contra la dictadura de Batista.

Nana tuvo dos hijos: un economista convertido en periodista y un piloto de aviación, que le dieron seis nietos: tuvo la suerte de conocerlos a todos. Cuando triunfó la Revolución Cubana, viajó a Cuba con su hijo mayor, quien entonces tenía cinco años, y le ofrecieron "un puesto muy alto". No lo aceptó, porque Abelardo -en un afortunado arranque de machismo- le dijo que en Cuba "hace demasiado calor".

Pasaron los años y, mientras su vida en México mejoraba, las cosas en Cuba empeoraban. Varios de sus compañeros de generación fueron ejecutados, otros huyeron del país, otros más obtuvieron temporalmente puestos importantes, sólo para ser purgados más tarde. Enterándose de una y otra historia de terror, Nana perdió su fe en la revolución cubana, dejó de admirar a Castro y pasó a odiarlo y despreciarlo.

Sin embargo, la Revolución tenía un momento dulce reservado para Nana. Un día de 1968 recibió una llamada de una pareja cubana que quería rentar un departamento. Al llegar a la cita, la señora Báez sintió que conocía al hombre de algún lado. El tipo le rogó por un descuento: como refugiado político había llegado a México con muy poco dinero. Entonces la esposa del hombre dijo algo y lo llamó por su nombre y ahí fue que le cayó el veinte a Nana, quien replicó: "Le he dado descuentos a muchos refugiados cubanos, pero a ti no te lo voy a dar, Pablo N. Cuando fuimos novios, me cortaste porque yo no era de tu clase social. Dijiste que te querías casar con una de tu propia clase. Veo que lo hiciste. ¡Ahora lárgate!"

"¡Nana Rodríguez Saura!" fue lo que pudo decir Pablo, antes de agachar la cabeza e irse.

La venganza es un plato que se come frío. Nana platicaba que sentía que flotaba en las nubes en su camino de regreso a casa.

Nana era el alma del vecindario, hacía migas con todo mundo y era activa en cosas de la colonia (todavía hoy algunas señoras mayores dicen: "esto funcionaba bien cuando la jefa del barrio era la cubana"). Ayudó a muchos con su solidaridad, con sus consejos personales liberales y con algunas acciones rápidas que bordan con lo heroico. Tenía azúcar en la cintura y hacía con Abelardo una grandísima pareja de baile. Hablaba todo el tiempo, muchísimo: se le dificultaba quedarse callada. A menudo jugaba con el lenguaje. Fue una madre amorosa. Mucho. Y divertida. Mucho. Tenía buen cuerpo y estaba abiertamente orgullosa de sus piernas y su trasero. Era vanidosa y gastalona (tenía una extraña pasión por las antigüedades). Nunca fue ahorrativa, e impidió que Abelardo lo fuera. Le gustaba decir groserías. Fumaba mucho, bebía muchísimo café y disfrutaba de un trago de tequila de vez en cuando. Le gustaban los restaurantes y no le gustaba cocinar. Le gustaba el azúcar y odiaba la remolacha. Odiaba y temía los trámites burocráticos. Le caían bien los revolucionarios de antes, pero aborrecía a su antiguo conocido Fidel. Leía el periódico todos los días, como plegaria matutina. Leía pocos libros. Era manipuladora, pero fácil de manipular a su vez. Le encantaba salir de casa ("tengo pata de perro"). Nunca aprendió a nadar. Su dicho favorito era: "Que te diviertas mucho y gastes poco".

La religión de Nana era la de las masas cubanas: una mezcla de catolicismo y santería. Aprendió los ritos santeros de adolescente, con una negra de su barrio habanero. Era devota de Changó-Santa Bárbara, el dios/diosa del sexo, la guerra, el baile, el trueno y el color rojo. Cada 4 de diciembre hacía limpias a su familia, vecinos y amigos, bailando por horas con la música de Celina y Reutilio. Dedicó sus dos hijos a Changó.

Su negocio de departamentos amueblados tuvo sus años de oro en las décadas del setenta y ochenta. En esos años, Nana también estuvo activa enseñando artesanías y ayudando a mujeres de colonias populares a desarrollar sus propios negocios. Esos también fueron los años en los que pudo viajar: a Europa, a Egipto, a Sudamérica. A partir de los años noventa, su negocio se vino abajo poco a poco. Aún así, se impuso, a finales de esa década, la costosa tarea de sacar a su hermana y a su familia de Cuba. A principios de siglo obtuvo, por fin, la nacionalidad mexicana.

En mayo de 2003, a los 80 años, Nana sufrió un derrame cerebral, que la mantuvo entre la vida y la muerte por más de un mes. Una compañera suya de universidad, que era juez en México, la vio postrada y dijo, melancólica: "Y yo que la recuerdo parada sobre una banca arengando a los compañeros". En ese mes, Nana vio una luz y vio a Lala, su mamá, que le hacía señas de regresar de dónde venía. Por eso, cuando se recuperó, decía "cuando estaba muerta". Su recuperación fue casi total, y los doctores estaban impresionados por su capacidad para volver a hablar normalmente, aunque quienes la conocíamos notamos que tenía un poco de dislalia. Pidió nunca volver a un hospital.

A principios de marzo de 2005, otro infarto cerebral la tiró de nuevo. Su segunda agonía fue rápida. Murió el 14 de ese mes. En su velorio, además de su familia y amigos de sus hijos, asistió toda la colonia, antiguos inquilinos y anónimas señoras humildes a las que había ayudado décadas atrás y la consideraban su madrina. Sus cenizas acompañan las de Abelardo, custodiadas por la estatua de Changó.

Quién sabe que hay después de la muerte. La razón dice que no hay nada: al menos hay paz. Pero si hay algo más, entonces -como dijo mi esposa Taide- mi mamá está en el Cielo de los Platicadores, echando desmadre.