Opinión

Ocurrencias vs planeación

¿Por qué hay regiones del país que se han desarrollado más que otras? ¿Qué explica que la inversión prefiera instalar empresas y plantas en algunas zonas y en otras no tanto? ¿Están los niveles de pobreza asociados a la falta de inversión productiva? ¿De qué manera? ¿Puede el estado, a través del diseño de políticas públicas y de los instrumentos a su alcance, incidir en las regiones menos favorecidas para equilibrar la balanza entre ellas y elevar el ingreso de sus habitantes?

Estas preguntas elementales deberían formar parte de la discusión publica para intentar romper la frustración del bajo crecimiento que la economía ha tenido en los últimos cuarenta años y encontrar formas sostenibles de erradicación de la pobreza, ancladas más en la economía real y menos en los programas asistenciales, ahora cada vez más clientelares.

Entre los partidarios del funcionamiento libre de los mercados, se llega a plantear que, si bien existen problemas de desequilibrio regional y pobreza, el estado tiene muy poco que hacer al respecto. Son los impulsos propios del capital y las ventajas competitivas naturales las que tienen la última palabra en la asignación de los recursos que impulsan el crecimiento. Se señala que entre menos interfieran las políticas del gobierno en la economía mejor para todos. Se debe renunciar a la planeación nacional y a programas que intenten modificar el comportamiento de los agentes económicos. Se ridiculiza la pretensión de tener desde el gobierno un plan que identifique y solucione problemas y se pone como ejemplo el fracaso de los absurdos programas quinquenales soviéticos. Se dice que los planes nacionales nunca han logrado sus propósitos, son olvidados una vez que se presentan y nadie los toma en cuenta.

Desde una posición ideológica aparentemente contraria se renuncia también a la poca o mucha capacidad que tiene el estado para inducir crecimiento ahí donde hace falta para crear condiciones que atraigan a los inversionistas y para resolver problemas sociales. Se abandona la elaboración de diagnósticos y el diseño de programas. Se piensa que un gobierno pequeño, con memos gasto y menos reglas, es preferible al mastodonte reumático. Se reducen los recursos y apoyos para que la administración pública funcione adecuadamente y se extinguen o liquidan deliberadamente entidades paraestatales y fideicomisos públicos. Se subestima o francamente se intenta bloquear el papel que juegan las instituciones autónomas, algunas de las cuales tienen la función de regular mercados o evitar la conformación de monopolios.

¿En serio debe abandonarse la planeación en el ejercicio del gobierno y en las actividades del estado? ¿El mejor plan es el que no existe, como lo expuso un político a finales del siglo pasado?

La Constitución establece en su artículo 26 la obligación de los gobiernos de elaborar un Plan Nacional de Desarrollo. En 1930 bajo el gobierno de Pascual Ortiz Rubio fue publicada la Ley sobre la Planeación General de la República y en 1933, el presidente Lázaro Cárdenas expidió el primer plan sexenal. El marco legal para la planeación nacional permaneció prácticamente intacto hasta 1983 cuando, bajo el régimen de Miguel de la Madrid, se expidió la Ley de Planeación la cual, con sus modificaciones en años subsecuentes, sigue vigente hasta el día de hoy. De acuerdo con la ley, es responsabilidad del ejecutivo federal elaborar el plan y en la Cámara de Diputados recae la obligación de su aprobación. El presidente también tiene la obligación de informar anualmente al Congreso de la Unión sobre su avance, haciendo mención expresa a los compromisos nacionales y sectoriales establecidos en el plan. La Cámara debe evaluar el cumplimiento de los objetivos y los presupuestos que anualmente aprueba deben guardar correspondencia con ellos.

¿Nos tomamos en serio lo que dice la Constitución y la Ley o permitimos como sociedad que cada gobierno imponga la visión personalísima del líder en turno?

El Plan Nacional de Desarrollo presentado por el presidente y aprobado por la Cámara en 2019, deja mucho que desear como un ejercicio serio de administración pública. Consta apenas de 63 páginas y tres capítulos: 1. Política y gobierno; 2. Política social; y, 3. Economía. No contiene un diagnóstico amplio y profesional de cada uno de los problemas que pretende resolver, más allá de ciertos enunciados ideológicos y consideraciones de tipo moral. Los objetivos son muy generales y no se detallan los instrumentos de política pública para alcanzarlos, ni plantea las métricas precisas con las que pueden ser evaluados. Las dependencias y entidades encargadas de elaborar los programas sectoriales que necesariamente se desprenden del plan nacional, seguramente enfrentaron una gran dificultad para considerarlo como una guía en sus actividades y cumplimiento de sus atribuciones legales. ¿Con qué base la secretaría del ramo elabora su programa nacional de infraestructura? ¿Se limita a los tres o cuatro grandes proyectos que se mencionan ahí? Lo mismo para el resto de las dependencias y entidades. ¿Cómo se guía la secretaría de economía y la banca de desarrollo para diseñar una política industrial o de fomento de la pequeña y mediana empresa? O la de energía para el asunto de la transición energética, la de medio ambiente para cumplir los compromisos para combatir el cambio climático. En el ámbito social se enumeran nueve programas de apoyo monetario a diferentes grupos vulnerables, únicos instrumentos con lo que se pretende erradicar la pobreza.

AMLO en su conferencia matutina

AMLO en su conferencia matutina

Cuartoscuro

Estos son unos cuantos ejemplos de las limitaciones que adolece el plan de desarrollo. El legislativo abdicó de su responsabilidad de hacerlas ver en su momento, y también ha perdido la oportunidad de plantear al ejecutivo su revisión y corrección donde son más evidentes los fracasos o desatinos: seguridad pública, salud, combate a la pobreza, economía. En este último rubro el plan del presidente decía que el crecimiento económico sería del 6% hacia el final de su gobierno y de 4% promedio en el periodo. Ello demuestra que hubo una desconexión entre el objetivo y el manejo de los instrumentos para lograrlo. Esta es la diferencia entre una ocurrencia y un plan.