Opinión

Plutarco Elías Calles: así se llega al poder

El gobernador de Sonora, Plutarco Elías Calles, dejó su cargo para unirse, en 1920, a la campaña de Álvaro Obregón. Enfrentados a Carranza, que promovía la candidatura de Ignacio Bonillas, el famoso “Flor de Té” (apodo que le acomodaron en alusión al personaje de una sangrienta revista cómico-política donde el personaje no sabía de dónde venía ni para dónde iba), los sonorenses se habían ya constituido en bloque. De hecho, Carranza maniobraba para imponer a su candidato y solamente consiguió una rebelión, que se hizo pública y explícita en el Plan de Agua Prieta. Calles, desde luego estaba entre los firmantes.

Foto: Especial

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La rebelión tuvo éxito: desconocía a Carranza y a todas las autoridades que habían surgido de las últimas elecciones. A quien le preguntó, Calles declaró: “No puedo enganchar mi furgón al tren del señor Carranza”. Después vino el desastre carrancista: el Primer Jefe murió asesinado, y Obregón era el líder triunfante. Plutarco estaba ahí, en el grupo ganador.

Llegó a los gabinetes presidenciales: secretario de Guerra y Marina en el interinato de Adolfo de la Huerta; con Álvaro Obregón, ocupó la secretaría de Gobernación. Ahí permaneció hasta 1923 cuando se convirtió en candidato a la presidencia por una coalición de partidos: el Laborista Mexicano, el Nacional Ferrocarrilero y el Agrarista. Calles se promovía como un candidato “de la clase obrera”, partidario del reparto agrario que avanzara progresivamente. Ofreció, en particular, defender los principios constitucionales que se contenían en los artículos 27 y 123, y que los trabajadores dejaran de ser personas explotadas.

Pero Calles era conocido por su anticlericalismo. En respuesta, hubo sectores religiosos que equiparaban al candidato con “los soviéticos”, que lo miraban con recelo por su ascendencia extranjera. Los opositores llegaron a pedirle a Obregón que reflexionara y no apoyara a su paisano. Calles respondía que no estaba en contra de ninguna religión, pero criticaba a quienes, gritando “¡Viva Cristo Rey!” no sostenían a los huérfanos de la guerra civil ni los alimentaban ni les dotaban de escuelas.

La candidatura de Calles logró fracturar al grupo sonorense: Adolfo de la Huerta se dejó seducir por la candidatura del Partido Nacional Cooperatista, que empezó a llamar la atención. Fue 1923 un año lleno de tensiones, porque era evidente que De la Huerta no era el candidato con la fuerza del Estado detrás, asegurándole la victoria. A fines de aquel año estallaba la rebelión delahuertista. Calles hizo un alto en su campaña para apoyar al presidente Obregón en el combate a los sublevados.

Derrotado el delahuertismo, no hubo ya quien se opusiera a Calles, que triunfó en los comicios: ganó con un millón 340 mil 634 votos. Sus partidarios veían en él a un auténtico revolucionario, con afanes modernizadores y convencido nacionalista; sus malquerientes lo tachaban de terco e intransigente, de autoritario y antirreligioso. No faltó el que lo calificó de “hombre siniestro”.

Ciertamente era hombre de misterios. En 1921 no estuvo en las conmemoraciones del centenario de la consumación de la Independencia porque se hallaba en Estados Unidos, atendiéndose de algo que en la correspondencia con Obregón es identificado como “una neuritis”. Antes de tomar posesión, viajó por varios países de Europa, haciendo “relaciones públicas”, hablando de una nueva era de relaciones con las compañías petroleras extranjeras, y buenos tratos para la inversión extranjera. Pero también se rumoró que estaba enfermo, que padecía osteomielitis tuberculosa, y que lo habían operado, en Berlín, de la columna vertebral.

CALLES, PRESIDENTE

En el Estadio Nacional, en lo que entonces eran las afueras de la ciudad de México, Plutarco Elías Calles tomó posesión de la presidencia de la República. Era noviembre de 1924. Desde la silla, comenzó a tejer lo que para él era un principio de orden y que prefiguró la estructura de poder que marcó la vida nacional en todo el siglo XX: federalizar, es decir vivir, en principio, en el pacto que daba lugar a la república, pero centralizando y concentrando el poder del Estado en la figura presidencial.

Con ese estilo personal de ejercer el poder, Calles terminó de demoler y desaparecer los resabios de la red de negociación que Porfirio Díaz había tejido, en su juego de equilibrios y contrapesos con los gobernadores. Los nuevos hombres del poder respondían a la autoridad del “Turco”, uno de los apodos que le pusieron sus críticos.

Fueron tiempos, administrativamente hablando, mucho más consistentes que los de Álvaro Obregón. Calles empleó los recursos públicos para promover el desarrollo, y las prioridades eran distintas.

Pocos se acuerdan que fue el gobierno callista el que concretó el proyecto del Banco de México, que era un proyecto desde tiempos de Carranza; que definió los principios del sistema bancario mexicano y que dio origen a numerosas comisiones encargadas de algunos aspectos del desarrollo material del país, como los caminos federales, el financiamiento al campo -con la creación del Banco Nacional de Crédito Agrícola y Ejidal, se creó la Dirección de Pensiones civiles de retiro, y, en materia educativa, aparecieron las primeras escuelas secundarias y perfeccionó los sistemas de enseñanza técnica y comercial. Por cierto, hace 97 años que de su secretaría de Hacienda surgió una ley que todavía, en su espíritu, y con sucesivas refundaciones y modernizaciones, funciona: la Ley del Impuesto sobre la Renta.

A la larga, fue la lucha por el poder la que definiría la trascendencia de Plutarco Elías Calles, porque una gestión que bien podría definirse como constructiva, se enturbió con la rebelión cristera, y con las ambiciones reeleccionistas de Álvaro Obregón, que desde su hacienda sonorense, soñaba con volver a despachar en Palacio Nacional. Corrieron muchos rumores, en el sentido de que entre Calles y Obregón había ya un pacto para turnarse en la presidencia de la República.

Calles inventó algo más refinado que la conflictiva reelección para mantenerse en el poder: puesto que en algún momento de exaltación uno de sus leales lo definió como “Jefe Máximo de la Revolución”, creó un nuevo partido político que evitaría que los contendientes electorales se matasen los unos a los otros. Pero como, en principio, quienes aspiraron a sucederlo se veían menores a su lado, en los años que siguieron a su gestión, el país vivió en lo que se dio en llamar “Maximato”: el poder más allá del despacho presidencial.

(Continuará)